La historia de la humanidad está protagonizada por reyes y reinas: poder, privilegio y dinero. La realidad fuera de palacio, nos contaron, fue siempre otra: pobreza, hambre y guerras. La humanidad se entiende como una masa homogénea, uniforme, igual. El micrófono del relato está monopolizado, así que creemos que el relato de nuestras vidas ─personas que viven en pisos en ciudades y pueblos pequeños con trabajos y comidas normales─ nunca serán dignas de tener un mísero capítulo en ese gran libro del relato de nuestra especie.

The Crown: la empatía con los poderosos

The Crown (Peter Morgan, 2016) es un recorrido por la historia política reciente de Reino Unido: un paseo por los recovecos del reinado de la actual soberana, Isabel II. Una vida de envidias, de protocolos y de responsabilidades institucionales que te hacen terminar cada capítulo mirando una pantalla en negro y pensando «tampoco son tan afortunados». El poder es corrupto y corrompe y, es tal la miseria moral entre quienes se lo disputan, que acabamos sintiéndonos agradecidos con nuestra familiar clase trabajadora.

Pobre Isabel, que nunca quiso ser reina y se vio obligada a vivir en un palacio. Pobre Carlos, que en sus viajes por todo el mundo discutía con Diana. Pobre Felipe, que siendo hombre tuvo que aceptar ser «el segundo» por su condición de consorte de la monarca. Parece que hablo desde la ironía, pero no. Realmente sentí lástima por estos personajes, a ratos reales y a ratos ficticios, que, con todo el privilegio imaginable en su habitación, eran unos desdichados.

Termina la serie y una se siente republicana: pero no porque en aquella niebla londinense de 1952 murieran miles de personas y en Buckingham ni se sintiera, sino porque empatizamos con los monarcas y nos apena su encorsetada vida.

Urge dignificar todas las historias

La escritora Chimamanda Ngozi Adichie nos advirtió, en 2009, de los peligros de «la historia única». La autora de obras como La flor púrpura cuenta cómo, desde que era pequeña, escribía historias protagonizadas por niñas blancas que tomaban té y jugaban en la nieve: «porque yo solo leía libros donde los personajes eran extranjeros, estaba convencida de que los libros, por naturaleza, debían ser extranjeros y narrar cosas con las que yo no podía identificarme».

Las historias que nos han contado y que hemos leído sobre cómo ha sido, a través del tiempo y de los territorios, habitar el planeta se han usado para dos cosas: deshumanizar o humanizar. Vaciar y empobrecer nuestro conocimiento, hablando desde una élite muy reducida, o enriquecer y ampliar el encuadre desde el que vemos el mundo. Dice Chimamanda Ngozi Adichie: «las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden reparar esa dignidad rota».

El relato de las nuevas masculinidades

Por otro lado, en este conglomerado de «quién cuenta qué» también encontramos los recientes estudios y relatos sobre masculinidades. En 2015, se estrenó el documental The mask you live in (Jennifer Siebel) en el que, de la mano de The Representation Project, se analiza como niños y adultos han hecho lo imposible por encajar en una estrecha y violenta definición de hombre que los daña, también, a ellos mismos. Desde los estudios de género y las teorías feministas se ha señalado siempre la necesaria deconstrucción de los roles y estereotipos que rigen los comportamientos, diferenciados, de hombres y mujeres.

El sistema patriarcal impone unos marcos de relaciones distintos para unas y otros en los que expresar y construir la identidad libremente es muy difícil. Para que unas vivamos sometidas y atemorizadas es estrictamente necesario que haya quienes perpetren dichas violencias. La misma sociedad que nos educó a nosotras para ser complacientes esposas y madres, los educó a ellos para anular toda sombra de empatía, solidaridad y afectos, y así poder ejercer el poder y la dominación.

Hablar de cómo hemos socializado de una manera u otra es imprescindible para destruir los privilegios y las opresiones que se emanan de dicha socialización. Cuando hablamos de género, de masculinidades y feminidades, debemos tener en cuenta que las propias reflexiones, y la posibilidad de que cobren relevancia en la esfera pública, ya parten de una situación de desequilibrio.

Hay una frontera muy fina entre deconstruir la masculinidad tradicional y repetir el mismo patrón de siempre, pero renovado: poseen el altavoz mediático ahora con un subtexto que reza «nosotros también estamos oprimidos porque se nos fuerza a ejercer el privilegio». El privilegio tiene, en efecto, una desagradable «cara B» pero no por ello deja de ser privilegio.

¿Quién escribió la historia?

Estos tres temas ─el visionado de The Crown, las ideas de Chimamanda Ngozi Adichie y los pensamientos sobre masculinidades─ se vertebran alrededor de la necesaria reflexión sobre quién nos ha contado la historia (la de las novelas y la de los libros de texto), quién está nombrado en ella y en qué términos. Está claro que la historia de la humanidad debe ser reescrita, esta vez incorporando el obviado conocimiento que parte de los colectivos oprimidos: me niego a creer que donde único pasaban cosas memorables era en las altas esferas. Pero no se puede derribar la casa del amo con las herramientas del amo.

Habitamos un orden social que nos condena a existencias precarizadas en el que los sistemas de opresión crean intersecciones, encrucijadas en las que los sujetos se constituyen como seres complejos: oprimidos y opresores cohabitando la misma corporalidad. Sin embargo, para las teóricas de la economía feminista, existe un colectivo conceptualizado como BBVAH (burgués, blanco, varón, adulto funcionalmente normativo y heterosexual) en el que no existe ninguna intersección y que se nos presenta como canon y como narrador de nuestra historia. Todo lo que difiera de dicho modelo, es marginal, residual, diferente o no normal. Es desde ahí, desde esos bordes, desde dónde surgen historias que re-dignifican.

El foco apunta a construir un mundo mejor

Ampliemos los relatos que conforman el conocimiento y la historia humana. Humanicemos a los tiranos: aceptar que quienes dañan no son otra cosa que hijos sanos de nuestra cultura para poder así reconstruirla. Pero cuidado, el grupo del privilegio sigue intacto: pasando cuarentenas en mansiones mientras el pueblo pasa hambre o paseando por unas calles nocturnas mientras nosotras nos vemos obligadas a aprender autodefensa.

En Buckingham no todo es poder privilegio y dinero; ni para el pueblo es todo pobreza, hambre y guerras; tampoco ser hombre ni ser mujer es solo lo que creemos ─por suerte─. Contemos todas las historias posibles sin olvidar quién ha ejercido ─y ejerce─ la violencia y quién la ha sufrido ─y la sufre─.


Un comentario en «El poder de escribir la historia de la humanidad»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *