Algo tendrá Almodóvar en su mirada que, cuando Penélope Cruz se dirige a cámara, un espejo me devuelve una panorámica de todo lo que he dejado atrás. Volver (2006) es un poco la historia de todas: somos adultas que quieren volver a casa, a mamá. La historia de una familia de mujeres, que se quieren y se cuidan entre sí, que viven un presente moldeado por el camino recorrido. Cuestiones sin resolver que un día creyeron —y creímos— dejar atrás, reaparecen para que Penélope Cruz, encarnando a Raimunda, reciba el perdón y el abrazo que anhela. Me encontré, de repente, ante una pantalla que me trasladaba a un profundo deseo de dar marcha atrás.

Las historias que Almodóvar cuenta

Raimunda frota una tumba con un esparto y con jeito: sus ojos se clavan en los de su hermana y los de esta le devuelven una mirada como un abrazo. Demasiadas viudas en ese pueblo, demasiado trabajo para las mujeres, demasiado viento. La hija de Raimunda, Paula, mira a su madre decir que su abuela tuvo suerte, porque murió abrazada a lo que más quería: su marido. Luego llega Agustina, que encuentra una paz extraña en dar muchos besos seguidos al saludar y en limpiar su propia y futura tumba. Y así, con la fuerza que caracteriza a las mujeres que se armaron a sí mismas y a las de su entorno, visitan el pueblo de su familia: hablan del paso del tiempo, de la vejez y de la comida.

Almodóvar crea historias cercanas, con mujeres fieras que se quieren y que visten con dignidad todo el sentimiento de la vida. Los hombres, para Almodóvar, personajes secundarios en la trama de nuestro cuento particular. Señores que nos ponen al borde de un ataque de nervios, o que nos intimidan, abusan y acosan. Historias crudas y crueles a las que, como Penélope, Paula, Sole e Irene, nos sobrepusimos y seguimos caminando, ahora cubriéndonos, unidas, poniendo mi cuerpo para proteger al de mi hermana. Sin embargo, el pasado siempre vuelve. O al menos, una parte de él. Es bonito saber que, en medio de este caos que llamamos «vida humana en un sistema capitalista», Carlos Gardel compuso unos versos que pasarían a formar parte de esa esencia común del ser, parte de nuestra historia, de nuestro deseo:  

Pero el viajero que huye
tarde o temprano detiene su andar
y aunque el olvido, que todo destruye
haya matado mi vieja ilusión
guardo escondida una esperanza humilde
que es toda la fortuna de mi corazón

CARLOS gardel

Mi volver personal

Mami, Papi, quiero volver. A esa casa que es un tiempo que ya fue, que ya no existe, que me saluda y sonríe tras el cristal cuando la dejo atrás al pasar en esta guagua asquerosamente rápida: la vida. Cuando hace frío de noche, me tapo, y bajo el edredón aprieto fuerte los párpados para volver a oler la sopita caliente en casa de Abuela. Volver a sentir el tacto a amor, a hogar, a niñez, de cuando Mami se sacaba mi pijama, templado, de debajo de su blusa y me decía «es que esta casa es una nevera».

Todas las noches pongo la carita contra la almohada y me paso la mano por la frente, como siempre hago, como siempre hacen Abuelo y Tío Octavio. Me arrullan las mañanas de mis diez años, cuando Papi ponía la radio muy temprano, casi de noche, y con mi taza de princesas escuchaba a Mara González despertarme la pulsión del periodismo: «¡Buenos días, Tamaragua!». Luego me levantaba y le ponía la merienda a mi hermana en la mochila rosa y nos íbamos al cole.

Hay madrugadas en las que quiero volver a cuando el aeropuerto de La Palma era como las casitas amarillas de mi pueblo. Había un parque en el que siempre jugaba con mi prima hasta que mi vuelo salía: nunca supe si tras esas despedidas me iba de casa o volvía a ella. Quiero, y querré siempre, volver a cuando Abuela y Abuelo miraban por el cristal mientras subíamos al avión, me saludaban con la mano y Mami sonreía y me decía «saluda, Elena».  

No lo sabía, pero la felicidad, la calma y el férreo tallo que me sostiene, eran las tardes en que Abuela metía un pan con chocolate al horno y yo la veía leer; ¡qué honor, y qué amor, que Abuela me dejara ese boli rojo tan bonito! Recuerdo cómo de niña me impresionaba la lluvia en casa de mis dos Abuelas, ambas enormes, y a mi Abuelo tocando la guitarra todas las noches y repitiéndome que tenía que aprender solfeo.

El tiempo, veloz y bello

Pasé la veintena, o la estoy pasando, escuchando siempre a Papi cantarme «¡que 20 años no es nada!» Y sí, seguramente no lo sean, pero a veces la vida adulta pesa muy dentro. Nadie me lo dijo nunca, pero ser adulta es ver pasar el tiempo en los rostros de las personas que amas. Un tiempo veloz, años fugaces que corren como un gato asustado a la orilla de la carretera: imposible atraparlo. Gracias a este paso del tiempo, existe la belleza y la vida.

A veces me gustaría volver a ser un lienzo en blanco, sentir todos los amores y dolores por venir. Dar la vuelta no es siempre una buena idea, no nos lleva necesariamente a nuestro destino ni nos enseña un paisaje nuevo, pero puede vislumbrarse como una oportunidad de volver a exprimir la cara bonita del bordado que es vivir.

Después de volver: seguir

A veces me siento Raimunda mirando debajo de la cama: «¿Mamá que haces ahí?». Todos los hogares a los que quiero volver, en realidad, habitan en mi cuarto, muy cerquita, y me arrullan con ternura cada amanecer. A modo de autoabrazo, en estos tiempos pandémicos tan raros, me he convencido de que caminamos hacia un futuro soleado. Volver es imprescindible para mirar al presente a los ojos, encararlo, y con amor darle la mano para seguir adelante.

Siempre deseo volver, aunque sea «con la frente marchita», pasear muchos años después por las calles que me vieron nacer y contemplar «las nieves del tiempo que platearon mi sien». Me siento en el banco de delante de casa de mi Abuela, de las dos, y siento «que es un soplo la vida» y que, efectivamente, «20 años no es nada».  

Volver y seguir, como la sístole y la diástole.

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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