Me sorprenden unos pequeños ojos grises que observan, con mirada esquiva e insegura, cómo desciende un enflaquecido y claro rayo de sol (de esos de vida muy breve) sobre el hombro liso y moreno, bronceado de largos mediodías de verano a la deriva de una toalla, de una chica muy joven, alrededor de 19 años, que ignora la cálida presencia de las primeras horas del día sobre su piel. Hablo de esa especie de destellos solares condenados a morir a los pocos instantes de exhibir su corto aliento. Ese efímero existir luminoso entre las hojas verdes que tiritan de frío en un árbol, esperando migrar hacia los días sin flor de otoño… Alzo la cámara y fotografío: el hombro y el rayo.
Presiento que cada monótono, fugaz y trivial acontecimiento esconde algo. Desconozco qué esconde en su interior, ¿por qué se empecina en ocultar cosas o en simular, con astucia y perversión, que oculta cosas? En mis paseos matutinos y solitarios por La Laguna me asola la eternidad feliz desde donde miran los intrigantes ojos del niño o del gato o del perro, la expresión grave de hartazgo que ensombrece la tibia esperanza de un camarero a la espera de algún caprichoso dispuesto a vaciar su bolsillo, el mismo banco donde se reúnen siempre los mismos viejos taciturnos y alegres, sin nada nuevo que contar, recurriendo a las mismas anécdotas de siempre…
Un compendio de particulares escenas cotidianas, mundanas, que parecen desvelar, una a una, el rostro subterráneo, la raíz ciega, que conforma el alma, la verdad, de mi pequeña ciudad. Mi pequeña laguna, mi pasado y presente entero… Su confusa y enredada amalgama de deseos, miedos, fiebres, extravagancias, manías, ritos, costumbres, complejos…
¿Y si…?
¿Y si esta ciudad también desvelara numerosas similitudes con alguna remota población de Texas, Brasil o China? Así como le ocurrió a Borges tras la lectura de Los Demonios (Dostoievski, 1871). La sórdida estepa del novelista ruso constituyó, para el autor del Aleph (Borges, 1949), una magnificación de La Pampa. La misma tragedia humana fraguándose a diario en Rusia y Argentina. Exactamente la misma dolencia religiosa y la misma y desesperada tentativa de consolidar la revolución hacia el codiciado imperio del hombre en la tierra, sin Dios. Hermanados por una herida, por un anhelo, por una pérdida, por un sueño…
¿En qué rincones, aún desconocidos para mí, se repite la historia de esos jóvenes hartos del instituto y de sus padres, que deciden reunirse todos los días para fumar, para reír o para extirpar miedos en La Laguna?, ¿en qué otra plaza de El Adelantado se citan los amantes en la noche para celebrar su amor?…
¿En qué otro café extranjero cree uno descubrir una turba ruidosa de jóvenes que, ingenuamente, imita las maneras y los disfraces estrafalarios y rocambolescos del estúpido estereotipo del bohemio, el artista o el rapero?, ¿en qué otros barrios de mala fama se congregan hombres corpulentos y de ojos altivos, que presumen de antebrazo tatuado, que resuelven los problemas del amor a través de un lenguaje hecho de frases cortas, muletillas, estribillos de canciones de reggaetón y honestas miradas de silencio?
Recuperar el tiempo perdido
Observo el callado transcurrir del día. La implacable huida del tiempo hacia no sé dónde. Los innumerables rostros se disipan como nubes blancas. El pájaro canta y después huye de la rama hacia el cielo; lo perdí de vista. Cesó el repicar metálico de las campanas de la blanca catedral, quedó la hondura del silencio sobre todas las cosas visibles de La Laguna.
Los ojos verdes, risueños, de aquella chica que posó sus ojos sobre los míos, cuajados de frío, al bajarse del tranvía. Las lágrimas contenidas y temblorosas de una mujer, sus manos avejentadas arrimando contra sus pechos una vieja cartera abierta de cuero degastado, raído. Sus ojos inquietos, como dos niños desamparados, deslizándose a un lado y a otro, deprisa, como queriendo dejar de ver la vida desde esos ojos que pronto romperían a llorar.
Ninguno de estos múltiples accidentes cotidianos debe morir, olvidarse. Ya que una franja sustancial, determinante y franca de lo que somos se manifiesta en esos breves ratos a solas de inmersión en la nada, de contacto directo e inmediato con la presencia viva y extraña de las cosas y de nosotros mismos: extraños, impredecibles, profundos. La enigmática presencia de la vacuidad en las ciudades la supo ver con extremada maestría el poeta Fernando Pessoa o el novelista uruguayo Juan Carlos Onetti. Sus creaciones artísticas poseen una fuerte dosis de banalidad. No ignoran la experiencia del absurdo, del nihilismo, que describió en repetidas ocasiones Albert Camus. Un existir nostálgico y frustrado de soliloquios, incomunicación, hedonismo, pragmatismo, tener frente a ser, violencia…
El rayo
Aun así, somos incapaces de transitar a fondo, sin abandono, esa profunda vivencia de sordidez. Algo inconsciente persiste y nos mantiene apegados a las formas inagotables de la vida; amándola o deseando amarla profundamente aún sin saberlo, aún creyéndonos sin esperanzas, solos, y despojados de sólidas razones para vivir… Me atrevo a asegurar que hay algo, una súbita racha de calor que asciende y arde desde adentro, hiriendo nuestros ojos de genuinas lágrimas de compasión, fundiéndose en ellos la fascinación festiva de la alegría y la clarísima y deliberada pena de la tristeza. Ese sentimiento natural, eterno, desemboca en la fraternidad, nos hermana como jamás unirá una causa ideológica, política, social o religiosa. Y también, nos arrastra hacia los atardeceres veraniegos o hacia las lluvias de estrellas…
Esa bella emoción que consiguió intuir Roberto Rossellini en Europa 1951 (Rossellini, 1952)… «Solo quien no está ligado a nada está ligado a todos los seres humanos. Eso es lo que yo siento».
En mi paseo por La Laguna aprecié el adelgazamiento de un rayito de luz, muerte lenta, al descender por su hombro moreno. Lo fotografié. Y recordé las palabras del príncipe Myshinkin, de la novela El Idiota (Dostoievski, 1958): «Creo que la belleza puede cambiar el mundo».
Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".