Cuando se cumplen 30 años de la muerte de Roald Dahl, autor británico de un consistente número de clásicos infantiles y juveniles, la niña que todavía hay en mí me pellizca insistentemente en el brazo y me ruega con ojos brillantes que le rinda mi particular homenaje. Y yo, que al calor de las letras consigo obrar el milagro de viajar en el tiempo, decido escribirle estas líneas. Unas líneas que no pretenden ser otra cosa que una oda a la ironía y mordacidad de un escritor que acompañó —y sigue acompañando— cual Caronte a tantas y tantas generaciones de almas lectoras en la difícil transición entre la infancia y la adolescencia.

Títulos como Charlie y la fábrica de chocolate, Las brujas, El gran gigante bonachón o Matilda forman parte del imaginario colectivo desde mediados del siglo XX gracias a un hombre de apellido Dahl, a cuyas memorias —relatadas en Boy o Volando solo— merece la pena echar un vistazo, tanto por su intrínseco valor histórico como literario. Me gustaría, sin embargo, dedicarle este espacio al último de los títulos mencionados: Matilda.

La primera cucharada: el libro

Si bien «el niño sin nombre» y sus amigas hechiceras me retuvieron incontables tardes en la biblioteca, y siempre soñé con hacerme con el famoso billete dorado que me llevaría hasta Willy Wonka, Matilda se ganó un hueco en mi corazón desde prácticamente el momento en el que la conocí. Quizá fuera por su condición de lectora empedernida; quizá por tratarse de una protagonista femenina en el universo Roald Dahl, cosa un tanto rara. En cualquier caso, siempre me fascinó su misteriosa relación con lo paranormal dentro de ambientes tan aparentemente ordinarios como una escuela o una librería.

Matilda me demostró que tratar de huir de la mediocridad es algo que entraña sus riesgos, una tendencia que puede ser castigada incluso en tu propia familia. En la era del móvil y la tablet, dispositivos que acompañan al niño o niña mucho antes de que aparezcan los primeros dientes de leche, el libro es un objeto peligroso, con un aura casi mística. Y más si hablamos de clásicos revolucionarios como los de Jane Austen, Charlotte Bronte, Charles Dickens o George Orwell. Pero, aparentemente, también lo era cuando Dahl creó a nuestro personaje, a quien atribuyó unos poderes telequinéticos vinculados a un alto cociente intelectual desde una edad muy temprana.

El gran poder de Matilda

La lectura, esa droga cuya adicción no produce efectos adversos, es el pasatiempo favorito de Matilda. Y su modo de evadirse de un ambiente que detesta y que le resulta hostil. Sus padres, el señor y la señora Wormwood, representan a la clase de individuos que aquí denominaremos —parafraseando al periodista y divulgador Iker Jiménez— «vampiros psíquicos»: personas que no valoran lo extraordinario de tus logros y los pisotean, humillándote hasta que decidas tirarlos a la basura para que le hagan compañía a sus sueños frustrados. Cuando nadie se atrevía aún a pronunciar en voz alta la palabra bullying, Matilda ya sacaba a la luz los fantasmas de un problema social que abre heridas psicológicas y merma la autoestima de jóvenes excepcionales.

Ilustracion Matilda
El poder de la lectura. Foto: Universo Abierto

Así que la joven mente de Matilda siguió creciendo, alimentada por las voces de todos aquellos autores que habían lanzado sus libros al mundo como barcos a la mar. Esos libros dieron a Matilda un mensaje de esperanza: no estás sola.

Matilda (dahl,1988)

La única —aparte de la devota bibliotecaria— que actúa como un ángel de la guarda con Matilda es su profesora, Jennifer Honey, quien también tiene que lidiar con el coloso de la mediocridad en el colegio, la directora Trunchbull. La señorita Honey es, en definitiva, esa profesora de la infancia a la que todos seguimos recordando aún con un pie fuera de la universidad, anhelando la época en la que solo nos preocupaba no salirnos de la línea caligráfica en los cuadernillos Rubio.

Una segunda cucharada: la película

El clásico cinematográfico de los 90, adaptación de la obra a la gran pantalla, es una excelente contribución de Danny DeVito a una historia que había cautivado a millones de niños y niñas y a la que solo le faltaba una última pieza: The Walt Disney Company. ¿El resultado? Una fantástica película familiar, con grandes dosis de comicidad y didactismo, que continúa siendo un éxito entre el público más joven.

Mara Wilson, una actriz cuya vida profesional es comparable a una montaña rusa desbocada, encarna aquí a la precoz Matilda. Ingeniosa. Entrañable. Con chispa. Como el propio Dahl. Algo falta de su esencia, de su autoría. Pero nada sobra en el filme y, solo por eso, merece la pena disfrutarlo con palomitas y todo.

Matilda leyendo
Ya han pasado 24 años del estreno de la cinta. Foto: ABC

Tras el anuncio de que Netflix reversionará en los años venideros el universo Roald Dahl, unido al proyecto de rediseño llevado a cabo por el ilustrador Quentin Blake para las nuevas ediciones de Matilda, cabe esperar que el clásico viva una segunda juventud, si es que alguna vez le salieron arrugas. Lo que queda claro es que Matilda es un icono, dentro y fuera del audiovisual; la heroína que, según declaraciones de su autor en una entrevista concedida en 1988, «comenzó siendo una niña malvada que aterrorizaba a sus padres usando vilmente sus poderes y su inteligencia». ¿Os lo imagináis?

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Estudio Periodismo y Comunicación Audiovisual ya que siempre me ha gustado la sensación de poder contar historias a los demás. Me considero una friki de las Humanidades (especialmente de la literatura, la música y la filosofía). Formo parte de distintas asociaciones universitarias. Además, he tenido la oportunidad de participar en programas de debate tanto a nivel nacional como europeo.


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