Enterramos la luz del sol. Confieso que un gesto inadvertido y cotidiano de mi mundo consiste en evitar, casi de forma inconsciente, con sutileza criminal, que el sol incendie y deshaga en cenizas las maderas de su tumba. Nadie parece desear que el sol vuelva a quemar de rojo o verde las flores de la montaña. Flores que hoy lucen grises y duras. Yo sé que algún ladrón alargó el brazo, seguro de sí, y descolgó nuestra estrella del cielo. Abrió un hoyo sobre la tierra del ancho de cuatro Rusias y de la profundidad de dos mares y allí arrojó de una patada al sol. Pero antes del entierro, al contenerlo entre sus brazos, su piel ardió y fue quedándose ciego.
La vida quedó a oscuras.
La joroba que transparenta el sudor del trabajo bajo el tejido del disfraz, la fervorosa veneración de ídolos grotescos y no grotescos, la tímida esperanza en un mañana o la mentira cotidiana continúan ahora bajo la luz insomne y leve de la luna. Alex Majoli, el fotógrafo de este mundo sin sol.

Diálogo con un amigo sepulturero
—¡Joven!, ¿conoce a Alex Majoli? —interrumpió el sepulturero mientras hundía una pesada pala de metal, embadurnada de herrumbre, sobre una montañita de tierra erigida al borde de un sepulcro—. Debería conocerlo. Ese italiano sí que entiende el ridículo carnaval de máscaras, pelucas, antifaces y purpurina en que ha degenerado el mundo, pero también la dura tragedia que esconde el vivir siempre de noche y sobre el alargado escenario de este teatro sin telón. Ignoras cuánto añoro un amanecer… Majoli es un genio, reconozco a los genios. Me dejó pensativo su último trabajo titulado Scene (Majoli, 1940). Y yo no soy una persona reflexiva. Nunca lo he sido. Pero vi sus fotos y juro que sentí miedo. Esa es la palabra: miedo.
—Miedo… Sí…, sí conozco algunos detalles biográficos sin importancia sobre Majoli. Sé que trabaja para la agencia Magnum desde el 2001. También que cubrió múltiples conflictos de guerra: Irak, Yugoslavia, Afganistán… Además ha tomado fotografías en Brasil y en otros países de América del Sur. A mí, personalmente, me emocionó su proyecto fotográfico sobre el cierre de un hospital psiquiátrico en la isla de Leros, en Grecia… Por cierto, ¿puedo decirte una cosa?
—Pues veo que sí sabías. Y sí, claro. Dime, joven.
—Casualmente redactaba un pequeño artículo sobre Alex Majoli. Y me sorprende y me asusta a la vez que, sin haber hablado antes, me preguntes justamente por él.


Se cierra el telón
El sepulturero comenzó a reír a carcajada ruidosa y descontrolada, con los ojos alzados hacia el cielo. Me extrañó que aquella risa aflautada, lisa e infantil proviniera de aquel rostro demacrado, pálido y de ojeras grises hundidas en lo más hondo e insospechado de su cara. Parecía que los años olvidaron avejentar y endurecer su risa de adolescente. De repente, cesó bruscamente de reír y adquirió una expresión severa y un poco burlona, más propia de su cara desgastada. Y me preguntó qué clase de enfermos deciden escribir en un cementerio.
Le respondí, con melodramática brevedad y afectación, que cualquier rincón de este teatro, llamado mundo, es una franja de cementerio. Reímos, lloramos, besamos y hablamos en un cementerio. El sepulturero permaneció impasible ante mi respuesta, indiferente, y añadió: «La humanidad anda enlutada tras el entierro del sol. Estamos solos, pero fingimos a cada hora, tras la máscara, no estar solos. Es muy gracioso, todos viven como yo: entre tumbas. Solo hay que apreciar el exceso de miradas enterradas en la cara que nos cruzamos cada noche. Eso sí: los niños, por extraño que parezca, ven el sol. Después olvidan todo tras padecer la penitencia escolar. Al instruir en estúpidas cortesías, hábitos, deberes, moral, identidades, juegos e ideas útiles… ¡Ay, teatro!».
Los pliegues de un color carmesí, de un kilométrico telón, asoman sigilosos entre las nubes negras del cielo. Desciende con lentitud, sacudido por bruscas rachas de viento frío, y termina por descender hasta cubrir los cuerpos inmóviles, como de marionetas de guiñol, de un sepulturero viejo y un periodista joven que permanecen callados en un cementerio. No hay aplausos, ni ovación de ningún tipo. Se cierra el telón. Fin.
Enterrar el lenguaje críptico
Pido disculpas al lector que ha soportado el transcurso de la lectura hasta toparse con esta línea confesora. El motivo de mi perdón es simple: la utilización de un lenguaje críptico, la presencia del desorden propio de una imaginación, la creación de imágenes grandilocuentes desligadas de la realidad externa o la invención de un sepulturero que ignora pertenecer a una mentira, a una broma. En mi defensa, si opté por corromperme como periodista fue por admiración hacia la particular estética del trabajo artístico de Alex Majoli. «La idea es documentar la vida real y las formas reales de actuación, no reescribir las vidas. Todas las imágenes son ficciones que explican la realidad», dijo Majoli en una entrevista de El País.
Atendiendo a un considerable volumen de sus imágenes hay que resaltar que conforman el crudo testimonio de acontecimientos reales, cumpliendo así una función estrictamente documental. Su labor fotográfica carece de la meticulosa planificación y elaboración de una escenografía, un decorado artificial y útil para interpretar situaciones premeditadas por un autor. Su materia prima es la realidad externa, impredecible, indeterminada, azarosa. Pero a través de la utilización de una particular técnica del blanco y negro consigue dotar a sus fotografías, en algunos de sus proyectos, de una estética de irrealidad, de paisajes nocturnos alumbrados por la luna. Su obra desvela, entre huecos de oscuridad, el sentido fatal y trágico de las diferentes y singulares vidas retratadas.


La magia negra de Majoli
Para consumar su propósito artístico en su última obra, Scene, emplea una fuerte iluminación de flases que le permite alumbrar aquello que está próximo a la cámara y mantener a oscuras el fondo de la escena. Así logra el dramático efecto de noche eterna, lunar. Cabe decir que Majoli irrumpe en la vida cotidiana junto con un equipo de iluminación, como si acudiera a un set de rodaje en Hollywood o a ajustar las luces y sombras de un espectáculo teatral.

En ocasiones la gente refina sus posturas, adopta muecas, al oler la presencia amenazadora o halagadora de la cámara y otras ignoran su cercanía debido a la honda inmersión en la soledad de sí mismos. En cualquier caso, Majoli considera que la representación del drama y el drama de la representación constituyen una misma cosa.
Fotografiar un teatro sin telón
El fotógrafo italiano se inspira, para su obra Scene, en la siguiente idea del dramaturgo Luigi Pirandello: encajarse máscaras en el careto para representar un determinado personaje en la sociedad y así garantizar cierta supervivencia. Además de contribuir, a través de esta concesión, al sostenimiento de una ilusoria armonía y bienestar social. En mi opinión su trabajo consigue acentuar, con extremada claridad, la inquietud, la soledad y el temblor que corre como agua subterránea y oscura bajo la aparente y clara tranquilidad del día a día. En este hecho radica, para mi gusto, su gran éxito como artista. Al desvelar la facción oculta del drama, el desamparo y la duda trágica de Hamlet, la ficción fundiéndose en matrimonio con la realidad. La noche que acecha al día.
En sus últimas fotos jamás encuentro el rastro de las huellas rojas del sol. Solo experimento la caída en ese teatro o vida nocturna, de melancolía de luna. Me embarga una sensación de pérdida al contemplar sus fotos. ¿De pérdida de qué? De la luz del día, del sol. En sus imágenes se han extinguido las luces blancas de la mañana y la tarde. El ser humano separado del sol, de la raíz de la naturaleza. Representando y definiendo una personalidad, una identidad o un rol de juguete ante el fondo oscuro de la ciudad. El adentramiento en el laberinto de la soledad, el «yo» impotente de Narciso mordiéndose su propia cola. Inventándose a solas, muriendo a solas su muerte.

Un pájaro herido dentro de cada rostro, de cada fotografía
Presiento el nacimiento de un mensaje entre los rostros ensombrecidos y desgarrados de Majoli. Una plegaria de lluvia apresada entre los labios, contenida bajo el sueño cansado de unos ojos sin manos, mutilados. Una plegaria que asciende de mí mismo tras deslizar mis ojos sobre sus imágenes. Una plegaria que es la plegaria de mi tiempo. Una plegaria que hunde su hoja afilada y fría, de navaja, sobre las alas vírgenes del pájaro que da a luz en la garganta. Y el pájaro, asustado y herido de sangre, aletea desesperado y vuela por la noche sin sol. Hunde su vuelo entre las tumbas y desentierra el fuego agónico del sol. Sus alas queman, prenden estrellas, incendian la noche del cielo…
La fotografía de Alex Majoli: testimonio de un pájaro herido y solo en el amanecer nocturno del mundo.
Alex, muchas gracias por tu honestidad en cada una de tus palabras. Este artículo me hace pensar que tú eres uno de esos privilegiados que sí ven el sol.
¿Enhorabuena!