¿No es un beso estampado y sonora en la frente brillante y huesuda de una calavera la mayor de las afrentas a la muerte? Incluso, ¿la mayor de las ofrendas que se pudiera hacer para celebrar el paso al más allá dentro de las calamitosas haciendas del vivir? La mirada en diagonal observa de reojo a unos enamorados encabritados en la barandilla de hierro oxidado. No. No estarán pensando más allá de la saliva que se escapa de sus labios. Están a la vista del mundo, de la villa y del Atlántico, qué les importará acariciarse ante los curiosos. Solo se retiran cuando un joven asciende por las escaleras de cemento. Y un espíritu masón sonríe desde dentro del mausoleo, qué chiquillería esta, que se espanta de un rostro taciturno y no de las consignas de la ley eclesiástica.
La observación indulgente descansa en un interior destrozado, amarillento ya y olvidado. Es el joven Diego Ponte del Castillo, VIII Marqués de la Quinta Roja, que se esmera por limpiar los cristales y vislumbrar la conocida villa de abajo desde las orientaciones señoriales de la villa de arriba. Qué destino, piensa para sí, aquella cruz que me negó la sepultura santa en vida y jadea en plena decadencia, sus fieles envejecen, apenas dos siglos después de mi muerte.
El joven de La Orotava nació en 1840, descendiente de un linaje noble de comerciantes genoveses que había sido beneficiario de las bondades de la Corona española tras la conquista de las Islas canarias. Propietarios de un mayorazgo, la posición de la familia destacó por encima de sus coetáneos al recibir el título nobiliario y hoy día conserva su nombre en alguna de las placas dispersas por el pueblo.
Las inscripciones talladas en mármol están desgastadas con los humos del tiempo. Una vez refulgieron, sin embargo, ahora, un patrimonio declarado como Bien de Interés Cultural se desmigaja ante la presencia de foráneos y vecinos que pasean por los balcones de vegetación en la falda de la montaña. Apenas son legibles las palabras que dictó su madre, Sebastiana del Castillo y Manrique de Lara (1819 — 1903), cuando decidió, en medio de los los murmullos y el escándalo popular, construir una sepultura bella en los Jardines Victoria para contravenir los deseos del poder religioso que negaba el entierro santo a su primogénito… Por masón.
Al centro, que me vean
El crujido de una cochinilla hace que chille intentando esquivar los dedos. Es aplastada y se derrama el jugo colorido que empapa los dedos. La riqueza está en apenas unos centímetros de vida. La explotación del insecto junto a la traída de monocultivos como el del plátano o el tomate conformaron a finales del siglo XIX la riqueza y exportación de Canarias. Por ello, el intercambio comercial con los ingleses fue en paulatino ascenso y, poco a poco, en un reducto insular al que apenas hacía caso el resto del mundo, se fueron entremezclando los acentos. El casamiento y la traída de una cultura atlántica que dotaba de un pulmón fresco a las ideas archipielágicas fomentaron el asentamiento de la masonería en la región.
El historiador Manuel de Paz Sánchez, de origen palmero, sitúa la introducción de las Islas en esta práctica a principios del XIX a raíz de los escritos del cronista Francisco Mª de León con la conclusión de la Guerra de Independencia (1808) en la Península. La Orden tuvo durante aquella época una mayor consistencia e influencia en las tierras tinerfeñas con la llegada del conde francés Saint Laurent, quien reunió a los vástagos perdidos en Santa Cruz de Tenerife. Mientras, en Gran Canaria y La Palma habrían los mismos indicios, pero en menor medida. Por su parte, la respuesta de la Iglesia católica no fue otra que negar y señalar la existencia de tales agrupaciones como un agravio a la doctrina cristiana, perseguida por la Inquisición y prohibida por la Autoridad Real.
Las campanadas de la iglesia de La Concepción resuenan en las charcas. Tiembla el agua a la hora punta, a los cuartos y a las medias. Rodeada de flores, hojas, ramas que se tambalean haciendo equilibrismo sobre las piedras, el agua rebrota y se envuelve pudorosa con las gotas de lluvia. Es descendiente de la que se entretenía en los cultivos y luego subía a las bocas de unos pocos que la tenían a buen recaudo.
Una escisión
Diego Ponte del Castillo perteneció a la logia Teide nº 53 y de la Taoro nº 90, dependientes del Gran Oriente Lusitano Unido. Fue Venerable Maestro y se decía que sus ideas revolucionarias y carácter filantrópico lo llevaron a tales lides. No obstante, la tuberculosis aquejó a su salud y con 40 años dejó que la Dama lo acompañara hacia otras latitudes alejadas de las costas de lava. A su muerte, fechada en abril de 1880 en la casa que poseía en Garachico, fue trasladado al Cementerio Municipal de La Orotava y, con sorpresa de las autoridades, le fue negada la entrada por el párroco de La Concepción, José Acosta Borges.
(Las beatas ahora se dedican a repartir gel hidroalcohólico, qué cambios).
Las pompas fúnebres estallaron y dejaron un reguero de sangre sobre la calzada. Parados. ¡Alto! El camposanto cerraba los goznes de sus puertas con un resentimiento vengativo. Tres manchas saltaron al rostro del acompañamiento como una marca de indigno señalamiento, tú, sí, Sebastiana, muestra carnal de grandes linajes que ascienden hasta Los Coroneles de Fuerteventura, que pusiste un cauce a mitad de tu espíritu y las voces de Gran Canaria, que viniste a perpetuar el nombre del Marqués, has visto que tu hijo ha de permanecer fuera. Fuera…
Nicolás González Lemus, historiador canario, resalta que esta no fue una decisión aislada y nombra casos similares donde la institución religiosa negó la sepultura a los masones José Martínez Medina y Esquivel como a Andrés Hernández Barrios. La discusión entre las partes implicadas termina finalmente con la inclusión en el conflicto del vicecónsul británico. Los contactos de la familia prevalecen y se le da sepultura a Diego en la necrópolis protestante, lo cual, como indica González Lemus, da lugar a una disputa política que engloba a la comunidad británica, extranjera y a las relaciones diplomáticas que hay en la zona. Una auténtica novela que tiene como corazón palpitante los ojos caídos por el rumor risueño de la historia en La Orotava.
Pero, en mi jardín, qué sabrá Dios, puedo hacer lo que quiera.
Al olvido
Los amantes se colaron en los jardines con inicios anglosajones y tintes actuales europeos a través de una puerta londinense. No sabían que bajo sus pies descansaba el diseño del también masón y arquitecto Adolphe Coquet, nacido en Lyon y mandado a venir por las influencias de la señora del Castillo. En la calle San Agustín residía la casa veraniega de la estirpe, y en su jardín mandó construir la cripta que se encorva aterida en la Quinta Roja.
El amor de la madre es pétreo. Sin lágrimas. Solo recuerdo.
El historiador del arte David Martín López, de la Universidad de Granada, recoge en un artículo las interpretaciones de género que da la pieza arquitectónica puesto que no solo es un acto de justicia de Sebastiana en pos de su hijo, sino la muestra, política y social, de su determinación frente al poder gracias a la posición que ocupaba como administradora única de la hacienda tras la muerte de su esposo. La conjura terminó como un vestigio histórico y con los relatos ocasionados, cuyos protagonistas dan aún coletazos dentro de una pecera en la que se ahoga el pasado.
Podrá ser esa pareja la que llame mi atención y suba a espantarlos, podrá ser la vista de una cúpula extraña, casi que foránea dentro de las balconadas canarias, será el misterio que pende de las rocosas paredes que cuando los pasos rodeen el erguido espíritu se paren a leer así:
«Su madre, la Sra. Dª Sebastiana del Castillo dedica este monumento como consuelo dado a la nostalgia de una persona tan querida y como compensación de la injuria que la intolerancia religiosa intentó inferir a un cristiano de aquí bondadoso dotado de ingenio y noble ya muerto».
Año 1882
¿Lograrán ustedes leerla y que les pique la curiosidad para que busquen rápidamente en internet quien era ese tal Diego, o hará La Orotava algo al respecto?
Periodista. "Porque algún día seré todas las cosas que amo".
Me encanta la orotava… Y me encanta y seduce la historia de Dña Sebastián a y de su amado hijo D. DIEGO…. La Orotava no sería la misma, si faltará el mausoleo, el jardín y el. Liceo.