«El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse».

Pío baroja (‘el árbol de la ciencia’)

La última página de El árbol de la ciencia fue el silencio. Como cuando terminé El extranjero, de Albert Camus, y me sorprendieron en la cocina mirando el fondo de una taza de agua guisada. Manzanilla con anís y miel. Eran las tres de la mañana y yo tenía los ojos vacíos. Vivir de madrugada es, de entre todas las cosas bohemias, la más que me seduce. Ni los cafés parisinos ni las luces de las calles. Ni siquiera la vida nómada de los grandes intelectuales (Cortázar a la orilla del Sena, Lorca en el río de la Plata). Me gusta vivir como los monstruos de Théophile Gautier, alimentarme de las noches de Poe y rondar en profundidades lovecraftianas. Solo que en lugar de guindarme de los balcones, me devoro a mí mismo.

Desacralizar el papel

Hay libros que se dejan leer. No todos. No daremos ejemplos. A otros les ocurre lo mismo, pero por distintas razones: son peleones, como un mal vino. Embriagan del mismo modo y a menudo te sumergen en un zumo etílico de burbujas, de ideas frágiles y bullantes. Uno se cree que, como lector, es capaz de refutar y discutir y desgarrar y reescribir. No es cierto, claro. Pero somos seres al servicio de metaficciones concéntricas, mentiras dentro de mentiras.

Leer es, en fin, escoger y recoger. Así nos lo indica la etimología del verbo latino legere. Antes, ver un libro con un aspecto distinto al original me hubiera dejado en el mismo estado catatónico que El extranjero. Pero más de desasogante me resulta perder la oportunidad de, por ejemplo, cavilar sobre la tristeza vital de Nada (premio Nadal 1944) y recorrer sus páginas sin detenerme a agradecer a Carmen Laforet la valentía de crear una novela atemporal a la sombra del franquismo.

Hay, en esa postura de lo impoluto, un conservadurismo genuino, ergo, aborrecible. Con el mismo respeto que observamos un Pollock, pero también con su mismo ímpetu desbocado hemos de trufar las grietas de los libros, ceder a las presiones de un arte eminentemente intelectual. La pasividad del receptor es lo que distingue la baja de la alta cultura. Todo lo demás son meras soflamas burguesas. Adorar el papel pasa por desacralizarlo.

Libros, la herencia más valiosa

Cuando el volumen no es mío (los libros no se prestan, se comparten con seres muy queridos), me divierto tratando de adivinar cada pequeño rastro de su legítimo dueño o de lectores anteriores. A veces resuelvo si su lectura fue muy distinta a la mía o descubro obsesiones y rasgos de personalidad como quien descifra los posos de té. Invento historias si las páginas tienen cualquier tipo de mancha y conservo como un tesoro los marcapáginas caídos en el olvido de libros heredados.

En cualquier caso, los de mercadillo son los mejores. Pocos aromas conquistan tanto como el de una primera edición, con las hojas amarillentas y ese olor sui generis a bosque en putrefacción. Me emociono cada vez que abro La force des choses y leo la inscripción a lápiz que reza «París. 1969». Y qué bien me ha venido en estos últimos días la compañía de Beauvoir: «On n’a jamais fini d’apprendre parce qu’on n’a jamais fini d’ignorer». Tres veces subrayada esta frase: por mí, por ella y por alguien que presenció las barricadas estudiantiles de mayo del 68. No, no hay herencia mejor que el propio transcurso del tiempo encarnado en un libro.

Tesis sin adornos

Sin metáforas ni rodeos ni referencias cruzadas: tenemos que aprender a conversar con los libros. No basta con leerlos, debemos someterlos a un examen crítico. Perderles el miedo pasa por un consumo activo de sus ideas, historias y propuestas estéticas. De los dos pasos para proceder, el primero es aplicar un bálsamo espeso de humildad. El segundo, armarse con un lápiz. Después solo queda obrar sobre la obra. Tachar, subrayar, abarrotar los márgenes de idioteces, marcar páginas, abrir diccionarios y escribir en las solapas también forma parte del proceso de lectura.

Hay que hablar con los libros. Dialogar, discutir con ellos. Abrazar ideas y condenar otras, escuchar lo que tienen que decirnos y dejar que nos saturen de preguntas. Entonces, quizás, empezaremos a leer de verdad; a leer las almas y no solo los libros.

NOTA SOBRE LA OBRA

Pío Baroja es uno de los grandes estandartes de la generación del 98, coetáneo de otros escritores del calibre de Miguel de Unamuno o Antonio Machado. Junto a Maeztu y Azorín conformó el llamado Grupo de los Tres, que en un primer momento iniciaría la andadura de este período literario marcado por la crisis moral, política y social que asola a España tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Como otro gran hombre de ciencia —Ortega y Gasset—, el médico y literato se caracteriza por sus ambigüedades ideológicas.

El árbol de la ciencia narra la historia de Andrés Hurtado desde el comienzo de sus estudios universitarios hasta sus últimos días. No hay fronteras entre autor, narrador y protagonista, por lo que Baroja ocupa este espacio a su antojo. Del mismo modo que emprende una búsqueda del sentido universal, el escritor vasco cuela difamaciones de naturaleza dudosa y, en ocasiones, directamente deplorables.

En primer lugar, el antisemitismo se manifiesta en declaraciones como «al tipo ibérico asignaba el doctor las cualidades fuertes y guerreras de la raza; al tipo semita, las tendencias rapaces, de intriga y de comercio». Además, es muy sonado su trabajo titulado Comunistas, judíos y demás ralea. Por otro lado, el clasismo y el antiprovincianismo están presentes a lo largo de toda la obra, en especial en aquellos pasajes autobiográficos que cuentan su experiencia como médico de cabecera en un pueblo del interior. Por descontado, la homofobia y una demonización de la mujer que rebasa la misoginia copan desafortunadas líneas de su relato.

Con todo, Baroja convence por su pesimismo intelectual. Su radiografía de la España estanca, a caballo entre lo ridículo y lo prolífico, es impagable. Leemos, por ejemplo: «Las costumbres de Alcolea eran españolas puras; es decir, de un absurdo completo». Asimismo, aborda con destreza dilemas morales que la modernidad no ha hecho más que agravar, desde la deficiente docencia universitaria en relación con otros países europeos hasta la tendencia por el escepticismo científico de los españoles. Se vuelve imprescindible leerlo en sus digresiones acerca de Kant y Schopenhauer, tan milimétricas como una clase de Anatomía. En su reflexión, eso sí, no sobra espacio para la felicidad, ni siquiera en forma de quietud. Baroja está en contra de tantas cosas que se revela como un profundo misántropo y la muerte es el summum de su odio.

Pero lejos de jugar en su contra, es ahí donde se materializa la profundidad de su propuesta filosófica: «¿Qué hacer? ¿Qué dirección dar a la vida? —se preguntaba con angustia. Y la gente, las cosas, el sol, le parecían sin realidad ante el problema planteado por su cerebro».

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


Un comentario en «Conversar con los libros»

  1. Como tú uso el lápiz para recordar, reflexionar y marcar.
    Gracias por este artículo, como siempre, interesante informativo y formativo.
    Vivan los pensamientos y la escritura hechos desde el alma.

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