La verdad literaria como revelación de la realidad periodística

La postura que procedo a defender en este escrito es minoritaria y marginal. No por ello, ridícula. En realidad, viene a comulgar con la visión del periodismo que ya sostuvieron intelectuales más o menos recientes de la talla de Tom Wolfe, Truman Capote, Elena Poniatowska, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, George Orwell o Ryszard Kapuscinski. Todos, por cierto, célebres escritores y periodistas. La conjunción no es aquí un elemento baladí. Más que por su aporte gramatical, ha sido escrita como una huella textual de la simultaneidad. El tiempo hecho palabra es una «y». 

Ninguno de los autores evocados es, de forma excluyente, redactor o literato, sino ambas a la vez. Entre crónicas y reportajes, la extensa producción de Kapuscinski sobre África alcanza cuotas que lo sitúan entre la más sofisticada literatura negra. Y lo mismo ocurre al revés. Es probable que nunca hubiéramos leído Crónica de una muerte anunciada si el Nobel colombiano no se hubiera formado en el seno de una redacción. Tratar de separar vocación y profesión, es decir, de suprimir esa «y», es tan inútil como considerar el periodismo un campo cercado, exclusivo y fronterizo. La celebérrima A sangre fría, que relata la historia de dos asesinos condenados a la horca en Estados Unidos bajo la minuciosa pluma de un tenaz periodista llamado Truman Capote, o la terrible crónica de las revueltas estudiantiles del 68 que recoge Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco refutan cualquier planteamiento teórico que trate de afirmar lo contrario.

Del huevo y la gallina, el periodismo ‘original’

La mera insinuación de una frontera es un insulto a la obra de aquel primer precursor, Tom Wolfe. Aunque claro está, los precedentes se remontan a Azorín e incluso mucho más atrás. El puritanismo periodístico, tan extendido con la ayuda de la instauración de las ciencias de la información y la comunicación, es una forma absurda de reivindicar y parcelar una modalidad textual que surge de la libertad. En primer lugar, de la libertad de expresión. Y, en segundo, de la ideológica. Por evidentes límites epistemológicos y extensivos, los orígenes del periodismo a los que nos referimos en esta ocasión no serán más remotos que la invención de la imprenta, a saber, las gacetas. En la práctica, se trata de un producto panfletario instrumentalizado por las monarquías absolutistas que dominan el Viejo Continente. 

Por el camino, las exigencias de la opinión pública, la imposición de la burguesía y la continua batalla entre las masas, los individuos y las clases políticas exigieron un periodismo de rigor, basado en los hechos. Paulatinamente, este ejercicio desembocó en una coerción de la libertad más importante de todas para alguien que se dedica a escribir (en adelante, escribiente): la estilística. 

La teorización de la comunicación social, en parte, ayudó a la buena praxis periodística y a la experimentación mediática («El medio es el mensaje», decía Marshall McLuhan). Por otro lado, la mitificación de los medios de comunicación como el quinto poder perdió fuelle gracias a la evolución de los ensayos de los efectos de los medios (transitamos de la aguja hipodérmica, donde el control es absoluto, a modelos más flexibles, como la teoría de la configuración de la agenda o la de los líderes de opinión). 

Entonces…

En pocas palabras, el conservadurismo que profesa Soledad Gallego-Díaz, exdirectora de El País, cuando deja entrever que hemos de crucificar al periodista polaco (condecorado, por cierto, con un Príncipe de Asturias) por la polémica sobre la invención de algunos de sus pasajes, es un completo despropósito. Primero, porque verdad y periodismo no siempre han ido de la mano. Y luego porque sobre la verdad, Kant, Nietzsche, Schopenhauer, Foucault y Derrida tienen mucho más que decir que unos simples periodistas. 

La única regla que conlleva el periodismo está inscrita en su propio nombre: la periodicidad. Pero esa fue, quizás, una de las primeras en romperse. Los diarios pasaron a ser semanales, y las revistas mensuales, periódicas. Y hay secciones que aparecen cada día mientras que algunos columnistas escriben cuando les llaman o cuando sobra algo de espacio. En francés, sin ir más lejos, la raíz de journalisme viene de la palabra jour, que significa «día» (algo así como diarismo). Y allí se fundan y quiebran tantos canards que no cumplen el plazo mínimo para establecer una serie periódica, pues no pasan de un par de números sueltos.

…¿existe el periodismo puro?

La imagen que tenemos del periodismo tradicional evoca, tal vez, a algún fotograma de Todos los hombres del presidente. Nos imaginamos grandes redacciones como las del Washington Post destapando un caso del calibre del Watergate. Pero ese periodismo puro (si existe tal denominación) es, en realidad, el minoritario. No todos los días se derroca a un Gobierno o se desmantela una red de pederastia eclesiástica como se refleja en la película Spotlight, basada en los hechos que descubrió un grupo de periodistas de The Boston Globe. Los intelectuales críticos de la Escuela de Frankfurt estarían de acuerdo conmigo cuando afirmo que la mayor de las ficciones es pretender hacer periodismo de investigación (que ha de ser plenamente libre e independiente) en el marco del capitalismo. 

No, no existe el periodismo puro ni jamás ha existido. Lo que sí han existido son un montón de escribientes tratando de hacer periodismo. De hecho, más o menos en la misma época en que unos destapaban el Watergate, otros periodistas escribían Desayuno con diamantes (Capote) y El viejo y el mar (Hemingway). Porque el periodismo es algo que se hace (se crea), no se ejerce. 

Filosofía y periodismo, ¿qué aportan los clásicos?

Algo que también se crea es, precisamente, la literatura. Pero antes de emprender este camino, retomemos algunas cuestiones filosóficas. Para empezar, la visión platónica del periodista como un productor de textos desapasionados, frívolos y objetivos conculca la propuesta aristotélica del arte. Superado el debate de la objetividad (su imposibilidad es evidente dada nuestra condición de sujetos), resulta de interés detenernos en la cuestión de la imparcialidad: ¿es posible retratar el ansiado objeto periodístico, esto es, la realidad?

Platón distingue dos realidades fundamentales: la realidad sensible y la realidad inteligible. Lejos de sumar un todo, según su visión, la primera nos aleja de la segunda porque los sentidos son engañosos, subjetivos e irracionales. Según esta teoría, el arte (etimológicamente relacionada con conceptos como habilidad, técnica y saber hacer) forma parte de la realidad material, que está por debajo de la realidad sensible. Los artistas reinterpretan y representan el mundo a través de arquetipos (similis), lo que nos aleja del mundo de las Ideas y de la abstracción, donde reside la verdad. Tanto es así que tacha a los artistas de sofistas (maestros de la retórica, vendedores de humo): no hay hueco para ellos en su República, donde la felicidad solo puede ser alcanzada mediante la revelación de la verdad a través de la filosofía y la política. 

En el polo opuesto, su discípulo Aristóteles acepta esta división de la realidad. Sin embargo, considera que el arte porta una dimensión reveladora: no nos habla de la naturaleza, sino de nosotros mismos. Su verdad no reside en su similis, sino en su mimesis. Es decir, el arte es una prolongación del universo porque no tiene por objetivo contar la verdad, sino imitar la realidad. Para el filósofo, toda creación humana tiene virtudes didácticas, por lo que el arte nos vuelve menos ignorantes. Aún cuando no comprendemos el mensaje de su creador, el encuentro entre el individuo y la realidad mostrada tiene un efecto catártico que sería retomado por otros filósofos del arte y la estética, como Heidegger en su propuesta ontológica (ciencia del ser) o Kant.

¿Son lo mismo realidad y verdad?

Si hemos estado atentos, ya sabremos que la respuesta a la pregunta es no. Por una parte, la realidad es el medio limitado al que pertenecemos y que se encuadra en una realidad teórica mucho más amplia (el universo en su conjunto). Por otra, la verdad se corresponde a una adecuación entre nuestra forma de percibir la realidad y la realidad per se

Es por esta razón por la que muchos autores desmienten la existencia de la verdad absoluta y abogan por la multiplicidad de verdades. Otros van mucho más allá y apoyan incluso la inexistencia de la realidad. En cualquier caso, la presencia de más de una verdad imposibilita automáticamente el principio del periodismo clásico. Cuando asumimos una cuestión existencial de tal envergadura, no resulta tan descabellada la propuesta de Tom Wolfe de usar una mentira concreta siempre y cuando se ponga al servicio de una verdad universal. 

En ese sentido, no sugiero que todos nos convirtamos en Janet Cooke, sino que aprovechemos las figuras retóricas que nos ofrece la literatura. Una anécdota, un poema, una metáfora, un diálogo teatral pueden ser usados en un texto periodístico siempre que vengan a aportar clarividencia al relato de los hechos. Lejos de ser original, esta idea ha sido planteado de forma vaga e indisciplinada en textos como ¿Qué es la literatura?, De la nariz como límite del mundo y ¿Periodismo? No, gracias

Una pincelada sobre historia del arte y periodismo

Esto no quiere decir que el periodista, por naturaleza, ha de ser un esteta. Todo lo contrario. La discusión entre barrocos y neoclásicos (dos movimientos artísticos que tuvieron lugar de forma simultánea en Europa) no nos acercó a la verdad. Unos encontraron en el exceso, en el sentido trágico de la vida, una manera de imitar la naturaleza fundamentada en el horror vacui o miedo al vacío. Otros, por su parte, buscaron enaltecer al hombre (sic) en su eterno retorno a la desafección minimalista del mundo clásico. 

El aporte aristotélico resulta útil solo cuando entendemos el periodismo como un producto artesanal. Una vez el periodista se sienta frente al ordenador y empieza a rumiar, a deglutir, a digerir las ideas que lo mueven a contar algo desde tal o cual punto de vista, estamos activando los mismos mecanismos que Monet cuando, en contra de los principios academicistas de la época, decide emprender procedimientos científicos que cambiaron para siempre el uso de la luz en la pintura. 

El mismo ejemplo es extrapolable a Picasso. Formado desde niño en el seno de la Academia y la pintura clásica (copiaba a Goya y Velázquez), su paso por la etapa rosa y la azul demuestran su virtuosismo técnico, su habilidad para el dibujo y temas de la realidad tangible que le inquietan (la maternidad, la muerte, la pobreza, la infancia o la tristeza). No obstante, es su llegada al cubismo y su posterior evolución en él cuando Pablo se convierte en Picasso: tiene algo interesantísimo que contarle al mundo porque su mirada es personal, excepcional y única. Pero no solo es original porque no cuenta con precedentes, sino porque Picasso sabe crear al margen de lo hegemónico, confía en su propio discurso narrativo y vuelca en sus obras su cuasincomprensible imaginario ficticio. 

Ambos pintores transgredieron la similis platónica (representación) en favor de la mimesis aristotélica (revelación). El primer paso para lograr el acercamiento entre realidad y verdad que tanto ansía el periodismo, por tanto, ha de ser elevar el género al estatus de un arte. 

El arte de escribir: más que periodismo, más que literatura

Para servidor, desde el momento en que producimos un texto de forma consciente (y este cuenta, por tanto, con una dimensión estética), estaremos cultivando el fino arte de la escritura. Es un arte inusual porque está al alcance de (casi) cualquiera a diferencia de otros como la escultura o la pintura. Quizás sea ahí donde reside su complejidad y la dificultad de llegar a ser uno de los grandes. Y sí, esto abarca casi cualquier cosa: desde un ensayo crítico acerca de Apollinaire hasta un post-it pegado a la nevera. Y de igual modo, una novela, un reportaje, una columna de domingo, una obra de teatro, unas palabras talladas en un árbol, un poema, un guion para una película, un mensaje de WhatsApp, una carta de amor, etcétera, etcétera. Si nos lo proponemos, todo puede ser literatura. 

Como ocurre con otros géneros literarios (narrativa, teatro, poesía…), el periodismo presenta sus propias particularidades formales. Las más rígidas son, probablemente, el tiempo (los tiempos de producción han de ajustarse a los tiempos de publicación) y el espacio (la extensión debe ceñirse al espacio de maquetación y a la relativa paciencia del lector de prensa). Sin embargo, ni siquiera estas dos reglas son inquebrantables cuando el periodismo se enriquece con lo mejor de la literatura. 

¿Entonces cuál es la diferencia entre periodismo y literatura?

Con todo, la que quizás constituya la única distancia insalvable sea la ficción. Mientras que la literatura se basa en un pacto de verosimilitud (ha de parecer real, pero no tiene por qué serlo), el periodismo funciona a partir de un pacto de veracidad (debe circunscribirse siempre a la verdad, a la realidad de los hechos, aunque estos parezcan una locura). Este pacto se contrae, por supuesto, entre el autor y el lector del texto. Le vrai peut quelquefois n’être pas vraisemblable, decía Boileau. Y Borges lo traduce así: Lo verdadero puede no parecer verosímil.

De este modo, el lector de una novela se «deja engañar» por el escritor, es decir, entra en su juego y cree fervientemente que el protagonista de La metamorfosis se convierte en una cucaracha y por eso sufre por él y siente lástima y asco pese a que se trate de una invención de Kafka. En cambio, el lector de un diario confía en que el periodista pretende informarlo y este se compromete a contar la verdad, por muy increíble que resulte, por ejemplo, la detención del actor porno Nacho Vidal en una historia de chamanismo y veneno de sapo

Es ahora y no antes cuando podemos empezar a hablar de nuevo periodismo o periodismo literario. Es decir, el remedio de todos nuestros males ha estado ahí, delante de nuestras narices, todo el rato. Las reglas del juego son sencillas: todo vale, salvo faltar a la verdad. Decidir cuál de todas las verdades es la más verdadera es la labor del periodista. Y es, a mi parecer, por esa senda por la que debe aventurarse su formación teórica y profesional.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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