No hay ninguna línea que sirva para enfrentar el dolor, adormecerlo, dejarlo ir, paralizarlo o siquiera agazaparlo hasta que los espasmos nerviosos calmen. Ninguna de estas líneas servirá. Solo hablar dejará que externalice la herida y con un prístino color blanco leche termine por cerrar la piel. Hay ojos que siembran historias, y saber cómo afrontarlos, mirarlos, también es periodismo, también es un deber. Los ojos de la tía de Hacomar estaban idos, vertidos hacia un mundo en el que era incapaz de entrar, perdidos, preferían escapar ante el horror de las cenizas que se encumbraban en la casa recién calcinada. Se llenaron de lágrimas, yo me retiré, unos ojos así necesitan un espacio para palpar que el resto de las baldosas continúan intactas.

Tasarte

El incendio de Tasarte, en el municipio de La Aldea en Gran Canaria, abarcaron el último fin de semana de febrero unas 1.000 hectáreas que supusieron el desalojo de los vecinos de la localidad. El fuego aún respira en la Reserva Protegida de Inagua y espera el sofoco que los hidroaviones brindan desde las alturas. La última ocasión en que su vuelo fue signo de confianza y esperanza se dio en agosto del año pasado durante la catástrofe de las cumbres de la Isla. Son datos, datos y más datos que contextualizan al lector, lo amoldan y preparan para la historia que viene después de las líneas informativas, una mera preparación para el dolor que el periodista ha de trasladar… ¿Pero cómo?

El estómago fue lo primero. A la noche del domingo me avisaron que tocaba subir, había que ir a la noticia, saber qué pasaba, cómo estaban, acudir al realojo programado por las autoridades, recabar declaraciones e hilar los episodios. Trabajo de reportero, trabajo para el que hemos estado esperando después de las ruedas de prensa y las notas asépticas de mediodía. Y se me torció la digestión, la indigestión, quién sabe, pero las punzadas atacaron desde la madrugada del lunes, ni siquiera hizo falta despertador y ya estaba lavándome la cara y tomando las precauciones necesarias para un día que se antojaba largo e inestable: ropa cómoda, dinero para las comidas frugales y agua, baterías cargadas, pañuelos, libreta, bolígrafo, auriculares para ir transcribiendo durante el trayecto en coche, una sudadera, lo justo y necesario, lo más cómodo e imprescindible, y con la nota mental de comprar un pantalón con muchos y cientos de bolsillos.

Azufre

Nadie te prepara para el olor al azufre. Ni para el tacto a primera angustia. Ver la tierra ennegrecida y los cadáveres de gallinas, conejos, perros… Oler y que te atraviese una daga la garganta. Pensar en qué les pasará, hacer caso omiso a la compasión y atender a la profesionalidad. Medir los pasos, saber hasta dónde llegar, no más. Ante todo, no caer en los peligrosos rebumbios que dejan las manecillas del reloj para acudir al cierre de la edición y eludir las ansias de carroñero que a veces ciegan a quienes desean por encima de todo escarbar en los restos.

Las lenguas sublimadas de lava habían corrido por el barranco abajo, se habían dispersado como el fuego fatuo carbonizando a los animales, a las palmeras esqueléticas cuyas hojas se habían desgajado y propiedades a su paso. Cinco casas fueron afectadas, algunos aperos, pequeñas fincas y varias pérdidas materiales como coches o material de agricultura y ganadería, ninguna pérdida humana, salvo las que deberán quedar en los recuerdos.

Álvaro se disculpó por saludar con las manos ennegrecidas de haber estado moviendo, recabando y observando los restos del hogar que durante estos últimos 50 años alojaron a su familia. Decían que se podía hablar con él, me acerqué y con suavidad fui preguntándole cómo se encontraba, cómo había quedado su casa, qué esperaba, hacía cuánto tiempo estaba allí… Qué había pasado. Preguntar lo obvio e intentar no agrandar el dolor. Hay que escuchar, escuchar y escuchar, escuchar y entender, escuchar y preguntar. Dejar que dos o tres sílabas inviten, dejar que el tiempo transcurra como un suspiro.

Dar gracias

Fue contestando a mis preguntas con paciencia y resignación. Sabía que iba a ser inquerido por los medios de comunicación que pululábamos por el lugar mientras el número de su domicilio pendía sobre su cabeza y los bomberos intentaban abrir la puerta de la casa de su hija, al lado de la suya, sin éxito. El golpe seco y los esfuerzos de aquellos hombres eran la pesadumbre de unas sílabas luchando por salir de su voz.

Artemio Cruz está en su casa observando la apatía y la misericordia de los que le rodean. Prefiere mantener los ojos cerrados y la vista clavada en el vacío antes que ceder a las salivas que escupiría a quienes invaden el habitáculo donde su cuerpo descansa. Artemio morirá, ¿lo han retransmitido ya las televisiones? El olvido recaerá sobre las hojas y el viento retornará por los bajos de la Isla tomando una bifurcación hacia las grutas del interior.

La Facultad no te prepara para saber cómo articular la empatía. La teoría queda en los libros y las tablas de la calle, escachadas sobre el asfalto, son las que adolecen. Das las gracias y compartes el dolor, te retiras y recapitulas en tu cabeza qué es lo que ha quedado de la conversación. Con una inclinación de cabeza ambos nos despedimos, le deseé suerte. Informar es compartir el dolor y reponerse. Hablar luego a través de las palabras que ofreces al lector, rendir cuentas de la intromisión a la privacidad que has hecho. Conseguir una pieza digna. A pesar del fuego y de los llantos, a pesar del dolor, que mantenga la conciencia limpia y ore por la buenaventura de aquellos que has dejado en un mar de cenizas.  

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Periodista. "Porque algún día seré todas las cosas que amo".


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