Una vez volvía a casa por una plataforma de madera que pasaba en medio de un bosque. Había descubierto aquel pasaje horas atrás, y su tranquilidad me animó a volver por el mismo sitio. Sin embargo, ya por entonces se había ido el sol, y me di cuenta al llegar de que no había luz ninguna. Seguí, por no desandar lo andado; pero la paz se vio sustituida por un temor de lobos, ladrones o extraños seres nacidos de cada ruido de hojas, ramas y corrientes de río. La oscuridad magnificaba cada murmullo de la otrora apacible naturaleza cuando, eso sí, era de día.

Los hombros de Heracles

El hueco que deja lo desconocido lo hemos rellenado siempre con imaginación. Todo lo que nos ronda la cabeza es carne de cañón preparada para ser proyectada en lo aún inalcanzado. Hubo un tiempo en que los griegos, grandes navegadores, aún no conocían de Iberia más que las orillas de levante donde, como antes los fenicios, tenían sus emporios. Más allá se figuraban que habían ocurrido varias hazañas del héroe Heracles, como la victoria sobre el gigante Gerión -que hoy adorna el escudo de A Coruña- y la colocación de las columnas a ambos lados del entonces fin del mundo, el estrecho de Gilbraltar, como aviso del peligro de una muerte segura. Para cuando el emperador Augusto consigue completar la conquista peninsular el halo mítico se había roto.

Quedaron entonces los territorios alejados que no se alcanzarían hasta la Edad Moderna, que se imaginaban igualmente inhabitables y llenos de extraños seres aún en los mapamundis. Según los historiadores, Colón, en medio del periplo en el que iba encontrando nuevas tierras, llegó a sospechar que había quizá descubierto el paraíso edénico. Siglos después, en un tiempo en el que parecía que ya nada nuevo estaba por descubrir, comenzamos a imaginar lo de afuera: seres que habitaban el centro de la tierra pero, sobre todo, los que habitaban otros astros, planetas y galaxias. Hasta un niño podría dibujar, aunque nadie aún vio ninguno, un extraterrestre verde dispuesto a conquistar la tierra.

El ilustre canario

Un proceso similar hizo que la primera imagen de Canarias para la bibliografía occidental estuviese plagada de mitos. Tras las columnas no se podía seguir, non plus ultra: detrás esperaba el Mar Tenebroso. Desde Homero hasta avanzada la Edad Media, estas islas y en particular las Canarias fueron espacio de Campos Elíseos, Islas de los Bienaventurados Dioses, Jardín de las Delicias y el magno continente de la Atlántida, entre otros.

Islas, en fin, en las que griegos y romanos imaginaron aires dulces, bosques inmensos de rojos frutos y una primavera eterna, en una proyección que revelaba en el fondo el imaginario de la Edad de Oro, antigua época libre de sufrimientos y trabajos: su propio paraíso en la tierra. Como después haría Colón con el Atlántico, expediciones como la de Lancelotto Malocelo en busca de los perdidos hermanos Vivaldi fueron el comienzo de la muerte mitológica del imaginario de las islas.

La mirada foránea

Y el mito no desapareció del todo. A través de autores de la Ilustración como Viera y Clavijo, la imagen del antiguo canario se construyó como una mezcla del buen salvaje y el entorno plácido y primaveral de los mitos griegos, perviviendo varios siglos después como base en la construcción de una identidad nacional. El recuerdo, además, de estos mitos en la mayoría de manuales de historia de Canarias vendría a resultar en que los propios canarios nos veamos a nosotros mismos con el prisma exótico de autores lejanos.

Algo que pervive en la última parada de este viaje mitológico: la vuelta al paisaje primaveral y placentero construido, ahora sí, para gusto de un turismo que paradójicamente destruye lo que admira. Esta idea de la pervivencia del mito en la propia percepción insular es obra de la tinerfeña Larisa Pérez Flores, doctora en Filosofía por la ULL. Algo tan sencillo y noble a la vez que radical: pensar y crear una percepción de la identidad canaria desde Canarias o, al menos, con la conciencia de de dónde vienen nuestras propias percepciones, pasa por autores como ella. Domingo Pérez Minik, Fernando Estévez, José Farrugia, etc., que esperan ser leídos para romper con nuestra larga imagen mitológica.

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Soy graduado en Filología Clásica y actualmente soy profesor de secundaria. También soy moderador del Club de Lectura Silueta en la Biblioteca Insular.


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