Brindar con champán el día del aniversario del fallecimiento de tu madre puede ser, cuanto menos, un tanto delicado. Una minucia según quien lo haga puesto que no debemos suponer que los demás seres deban entender que aún guardamos luto por su pérdida. Una valle de lágrimas anegado, pero solitario. En cambio, si es tu madrastra y, además, es —la todopoderosa— Olivia Colman, la guasa asoma con una sonrisa macabra. Así es Fleabag (2016).
Nuestra madre podría ser los frustrados intentos de pacto de gobierno, Colman la representación elegante de la firma, y aquí, una servidora y los millones de votantes, la enrabietada Phoebe Waller-Bridge. La escritora y actriz inglesa encarnó durante dos temporadas a una joven treinteañera que soluciona su procrastinación y envite emocional con la rabia, el humor desmedido y el sexo desenfrenado. ¿Por qué debemos pedir de rodillas que saque una tercera temporada que nunca llegará tras haber arrasado en la última gala de los Premios Emmy?
Dos años de una absoluta y turbulenta vida tras la muerte prematura de su mejor amiga es el hilo argumental que maneja la londinense. Fleabag combina la ruptura de la «cuarta pared» que acerca y hace cómplice al espectador para comentarle sus jugadas o pedirle consejo con el secretismo de sus verdaderos sentimientos, aquellos que la retuercen por la noche cuando no hay quién mire. Casi como las cuatro elecciones que llevamos, pero eso ya es otro decir.
1. La transparencia
La autora de Killing Eve (2018) se rodeó para la ocasión de un elenco actoral que compone una muñeca rusa donde todas las piezas se retroalimentan. Su padre, representación de la aprobación del amor paterno-filial, seguido de su hermana, la constante disputa con el modelo de perfección con la que, a su vez, posee un lazo inquebrantable —pase lo que pase— , el marido de esta, un alcohólico empedernido que representa la mezquindad y el epítome de la relación tóxica, o, cómo no, Boo, la mejor amiga de Fleabag y la esperanza de la existencia de una naturaleza beatífica del ser humano.
La culpa. La rabia. La extenuación.
La confesión y la mezquindad por negarlo, ¿qué habremos sido capaces de hacer? ¿De qué somos culpables y cuál es la vía de redención? Mientras reflexionan sobre ello, Fleabag se masturba en la pantalla. No hay medias verdades ni agua que sustituya al alcohol. La protagonista es consciente de todos los rincones que van desmoronándose quietamente en su vida, y no pretende pararlo. Decía Phoebe en su discurso de agradecimiento que «es maravilloso saber que una mujer perturbada, pervertida y enfadada puede llegar hasta los Emmy». Es hasta inspirador.
2. El discurso del poder
«Levanten la mano si cambiarían cinco años de su vida por conseguir el llamado «cuerpo perfecto»». Disculpe, ¿dónde hay que firmar? Somos malas feministas, admiten las hermanas, y yo también. Esa digresión constante de la búsqueda de la igualdad, los principios que empoderen a la mujer o la utopía de la «buena feminista» sacan los colores. ¿Quién no se ha arrepentido de ciertos pensamientos, culpas, confesiones inconfesables que la convertían en una arpía del movimiento? La constante de la búsqueda de un hueco en la ola es, a veces, tortuosa a pesar de su liberación, y Fleabag muestra que esto no debe de ser motivo de reproche.
Hace poco Leila Guerriero escribía Destrucción y confesaba ante las masas que todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien. Las mujeres, como seres pensantes y emocionales, también nos hemos convertido en esa sombra cruel que deja sin vida a la otra persona. Fleabag conoce el poder que posee sobre su primera pareja, sabe los límites y los fuerza para demostrar qué control posee sobre él hasta que un día, cuando despierta un mundo indiferente a su dolor y egoísmo que prosigue sin ella, decide que es momento de romper definitivamente con la dependencia a la que vive encarcelado.
Mostrarlo en pantalla y ser consciente del alcance del mensaje es sumamente atrevido. La Judith de Holofernes corta la cabeza y se enseña con la sangre que cubre sus pies, y no pide disculpas por ello.
El sexo es el arma arrojadiza y los continuos apuntes de guion un pellizco en las carnes. «Las mujeres nacen con dolor», sentencia Belinda, una mujer de éxito a la que se le concede un premio como mejor mujer de negocios. Algo de lo que también reniega. Esa fuerza metafísica que acompaña a la menstruación, la educación emocional, el embarazo o el parto son el preludio de una —bendita— menopausia. Una liberación, reconoce la cincuenteañera.
3. El cura
Seguramente hubiera seguido yendo a misa si mi cura bebiera gin-tonic, soltara palabrotas y fuera, como mínimo, la escaladosamente mitad de guapo que Andrew Scott. La segunda temporada viene marcada con la cuaresma turbulenta antes de la boda, y Fleabag no sabe cómo enfrentarse a que desnuden sus sentimientos y no su cuerpo.
Es un diálogo medido que alterna la relación con Dios, la inexistencia de un más allá y un juicio divino. El acercamiento, de repente, entre ambos es un paso contenido y expectante: ¿cómo abandonarte a la absoluta sinceridad en una sociedad líquida y desposeída de compromiso? Espera, espera, que me estoy agobiando.
¿Este sería el abrazo entre Pablo Iglesias y Pedro Sánchez? No hay tanto erotismo, por supuesto, pero sí un abandono. Haciendo caso omiso a esta referencia que se acaba de aparecer como un cóctel molotov en medio de la lectura, lo que sí descubrimos a partir de esta relación es la ternura del acompañamiento. Elementos que se alejan de la psique de Fleabag ayudan a conocer cuál es su relación con el mundo que la rodea a través de un guion hilarante y leve, en el que te atragantas cuando de repente comprendes por qué te ríes.
«El amor no es algo con lo que se atrevan los débiles», recita el Cura en un sermón, y de fondo suena This feeling de Alabama Shakes. Hay cosas que pasan por alguna razón que escapa al entendimiento. Momentos transitorios y claves en la vida que ahondan en la carne como un puñal sediento. No obstante, sobrevivimos, qué le vamos a hacer.
Periodista. "Porque algún día seré todas las cosas que amo".