Hace varios días que me acecha una verdad de mirada punzante a través de la cortina. A veces me sorprende en la ducha y tengo que cerrar el grifo y salir de un salto a refugiarme en el abrazo de una toalla. Otras, en cambio, noquea mi apetito y me obliga a dejar para luego la merienda. El caso es que, ya sea en secreto o a gritos, la certeza me pesa tanto como un saco de cartas sin posdata. Y es que no tengo tema para Tripticum. Me digo que no me preocupe, que mi cabeza ya tiene bastante con el bombardeo de exámenes que los universitarios debemos sortear cada enero, pero no me convenzo a mí mismo. De todos modos, estoy tranquilo; no es la primera vez que una sequía inspiracional me deja en mal lugar cuando más necesito beber de mis musas.
Eso me recuerda al libro con el que inauguré este año: El escándalo del siglo. Una antología de algunas de las mejores piezas periodísticas de Gabriel García Márquez me golpeó, página tras página, en mi frágil vena de artista. A ratos, el plumilla colombiano le hacía tantas cosquillas a mi afán vocacional que tenía que cerrar el libro y forzarme a dormir hasta el día siguiente. Pero las palabras no dormían, sino que seguían creciendo, cada vez más grandes y hermosas, ajenas a mi sueño y a mis reproches. Y cuando volvía en su búsqueda, allí seguían: agudas, certeras, exóticas y forajidas. Se habían pasado toda la noche bailoteando a mis espaldas. Lo sabía porque habían dejado borrones de tinta negra sobre algunos renglones sueltos.
Me imaginaba a la erre abrazada a la eme en una balada romántica. Y a la eñe, desmelenada, dejando que el rock and roll recorriera sus entrañas. La pe, en cambio, escuchaba jazz en solitario, mientras que, junto al número de página, una u acomplejada trataba de conquistar a la te poniendo el soul por todo lo alto. La ge, sin embargo, la ge de Gabo escuchaba música clásica contemporánea con los ojos cerrados. Imagínense ustedes: aquel señor bigotudo siendo un niño de diez años recién llegado a Bogotá de la costa en un fatídico viaje en el tiempo a la Latinoamérica decimonónica. Y no solo eso: también Francia, Italia, Cuba o México.
– ¡Mercedes! ¿Dónde carajo guardaste ahora mis cuentos? -lo oí gritar desde una punta del motel.
– ¿Ya miraste entre los pañales de Rodrigo? Si no te hincharas a tequila con ese inmamable de Mutis tal vez te acordarías de dónde soltaste tus notas.
– ¡Que ya te dije que es poeta, Mercedes!
– ¡Ay, carajo! Si tan arrecho te parece, ¿por qué no vas y le pides matrimonio en una de sus borracheras?
– ¡Hágale, pues! De seguro que la paso más tranquilo.
– Disculpe, señor García -me atreví a interrumpir-. ¿No se referirá por casualidad a las notas que tiró hace trece días en la papelera del cochambroso apartamento de Nueva York?
Hubo un rato de silencio, como si los personajes que acababa de inventar no se creyeran mis palabras. Pero entonces, Gabo soltó el cigarro que apretaba con los dientes de un escupitinajo, entrecerró los ojos y se giró hacia su mujer:
– Carajo, Mercedes, pero si este culicagado tiene razón.
Aunque desconozco cuál fue la relación que mantuvieron Mercedes y Álvaro, son tres las certidumbres que se desprenden de este pasaje: (i) que las telenovelas no son garantía segura de la correcta aprehensión de los dialectalismos colombianos; (ii) que las borracheras del Nobel eran legendarias y (iii) que García Márquez, autor confeso del delito, rompía cualquier bosquejo de relato que se le antojaba infumable pese a que el parecer de sus amigos fuera contrario. Supongo que ahora mismo debería hacer lo propio con estos pensamientos fugaces.
Sin tener yo (ni pretenderlo siquiera) la sangre caribeña del maestro, que en un alarde de vanidosa ocurrencia tituló una de las crónicas más sublimes que jamás se ha escrito acerca de la Revolución cubana de Fidel Castro «No se me ocurre ningún título», me tomaré la licencia de amalgamar el fino ruido de un poema que tintinea tras mi oreja con una suerte de columna parcheada que llamaremos surrealista por no usar insultos más ásperos. Me voy, como me llevo prometiendo desde hace tres párrafos, con la esperanza de que este laboratorio sirva de reflexión sobre la prensa, sobre el saber y el saber escribir, sobre la nada y sobre Cleo (el sistema matriarcal latente como símbolo de resistencia popular ante el totalitarismo del capital).
Lo más irónico es que me voy con más problemas de los que tenía antes de firmar estas líneas y ni siquiera estoy seguro de haber resuelto el dilema primigenio. Y si, usted, lector, ha aguantado estoicamente hasta los últimos coletazos de mi impávido y presuntuoso relato, ya tenemos la confianza suficiente para sincerarnos: ¿de veras espera que le responda a la pregunta de arriba? Escondidas entre mis apuntes, se encuentran múltiples hipótesis que tratan de dilucidar qué es la literatura. Solo algo es seguro a ciencia cierta: esto que usted lee no lo es, porque esto es periodismo.
¿O tal vez sí? Quizás sea ambas cosas y ninguna a la vez.
– ¡Carajo, Mercedes!
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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.
Oiga, no sé si lo que acabo de leer es un ejercicio literario o periodístico o ambas cosas; pero sepa usted que lo he disfrutado con verdadero deleite, ºcarajo”.