Cuando digo que vengo de un «pueblo» de 36 mil habitantes, siempre chirría denominar como tal a tantas miles de personas, pero la realidad es que se siente así. Además, por la propia orografía, gran parte de la superficie está conformada por terreno verde y agrícola: componentes muy poco de ciudad.
Un guachinche de los «de verdad»
De toda la vida, mi abuelo Antonio siempre ha mantenido y trabajado una pequeña porción de tierra de su familia, en la parte alta de mi pueblo, en su barrio originario, la Cruz Santa. Tuvo un pequeño guachinche allí mismo, que abría solo en la temporada en la que había vino de la misma huerta, donde mi madre y mis tíos trabajaron. Siempre recuerdan anécdotas sobre el ambiente y los platos que allí se servían.
A pesar de todo, nunca fue el sustento principal: mi abuelo trabajó, entre otros, en el cine, proyectando películas, y en la empresa eléctrica antes de jubilarse, pero a la Cruz Santa siempre iba a mantener las papas, las gallinas, la viña, las naranjas y los aguacateros, entre otros.
No hay mejor desayuno que un bocadillo de sardinas, vinagre y cebolla
Mi abuelo se jubiló cuando yo era pequeño, pues apenas recuerdo llamarlo a la «eléctrica» para hablar con él, así que la mayoría de mis recuerdos comenzaron con él subiendo todas las mañanas a la huerta. Primero, una parada en la gasolinera para un café. Luego, según el día, por la venta para comprar algún producto fitosanitario necesario para el cuidado. Una vez en el terreno, el trabajo: darle de comer a las gallinas, limpiar rastrojos, medir la uva, recoger alguna naranja, aguacate o pimientos. Una parada para comer un bocadillo de sardinas, cebolla y vinagre y a seguir. Cuando se termina todo, camino inverso. Si es domingo, se compra el periódico y a casa.
En las vacaciones del colegio, solía subir algún día, con mi abuela, y pasaba la mañana allí. Con mi abuela recogía las flores, regaba las «matas» y preparábamos las cajas o las bolsas con las hortalizas o frutas que habíamos cogido entre los tres.
La verja se sigue abriendo todas las mañanas
A pesar del inexorable paso de la edad, mi abuelo sigue recorriendo ese camino todos los días: ya hay menos cultivo, ya no hay conejos y la viña se ha reducido, pero salvo fuerza mayor, sigue abriendo la verja todas las mañanas. Y cada vez que voy, me vengo siempre con una bolsa de aguacates recién cogidos, que casi me obliga a dejar algo de ropa atrás para hacerle hueco.
Mis abuelos siempre me han enseñado mucho, pero mi abuelo Antonio siempre ha incidido en dos. La primera, la importancia de tener siempre un colchón, algo de dinero ahorrado por lo que pueda pasar. La segunda, que siempre le ha parecido importante tener un espacio, un huerto, aunque sea pequeño, para cultivar los alimentos básicos para que siempre esté ahí cuando hagan falta.
Mi abuelo se partió la espalda y seguimos recogiendo sus frutos
Mi abuelo se partió la espalda toda la vida para que sus hijos pudiesen estudiar y sus frutos los seguimos recogiendo sus nietos. Por los imparables cambios socioeconómicos, con o sin estudios universitarios, todos transitamos por profesiones alejadas del campo, pero creo que todos estamos de acuerdo en que el esfuerzo de mi abuelo no puede caer en saco roto cuando ya no esté para cultivar la tierra que permitió que mi familia creciera.
Este año, y por primera vez desde que estoy viviendo fuera de la isla, pude volver para la vendimia de la viña (ojalá poder haberlo podido hacer otros años). A diferencia de la última vez que estuve, ya mi abuelo no hace el vino en el pequeño lagar que hay en casa de sus padres, sino que lo vende a un bodeguero de la zona. Pero allí pude volver a cargar la uva, con el resto de la familia (aun con ausencias por trabajo y estudios de algunos), con mis primos pequeños recorriendo la huerta mientras tanto, que empiezan a coger fundamento llevando cubetas de un lado a otro y al organizar las uvas en las cajas.
«Carneconejo» para todos, también el año que viene
Al terminar, la tradicional «carneconejo» que se prepara todos los años, con papas guisadas y atún o tofu para aquellos que, por diversas razones, no comemos carne de conejo.
Y allí, sentado a mi lado, estaba mi abuelo. Descansando y comiendo después de que mis primos pequeños hubiesen cortado las últimas uvas que quedaban en el parral. Un descanso más que merecido, porque con sus ochenta y pocos años, no levantó la vista de la viña y de la cubeta en toda la mañana, en silencio, tijera para aquí y tijera para allá para cortar los frutos y recoger el trabajo de todo un año que, a pesar de los estragos de las lluvias, aguantaron el arreón.
Y allí, sentado al lado de mi abuelo Antonio, estaba yo. Que no podía parar de pensar en el ejemplo, el referente y la motivación que supone la figura de mi abuelo para mí. Pero también para sus hijos y otros nietos que lo acompañaban en la mesa, que también son un ejemplo para mí, y donde la impronta de Antonico se nota a la legua. No será la última vendimia, abuelo, te lo prometo. Por ti.
Estudio Ciencias Políticas y Sociología en la UC3M y combino mi pasión por los fenómenos políticos y sociales con la cultura, elementos indisociables de una misma y compleja realidad. Desde pequeño me ha encantado escribir y lo utilizo como manera de evasión y difusión.