Nos tocó en suerte ser el único animal que segrega metáforas: la expulsión del Jardín del Edén, el iluminado que regresa a la oscura caverna para liberar a los prisioneros de los grilletes de la ilusión, el Buda que resiste las tentaciones del demonio a la sombra de una higuera de La India o ese estallido de energía creativa que diseñó el brillo de las estrellas o la sutil arquitectura de un cráneo obsesionado con descifrar, a base de fantasía y símbolos, el nudo invisible que ata tanta locura, belleza, melancolía y muerte.

No es ninguna extravagancia pensar que la humanidad nunca dejará de mimar ese deseo de una armonía que unifique toda la multiplicidad de fenómenos dispersos y en permanente transformación. Recuerdo que fue el filósofo Arthur Schopenhauer el que un día se preguntó: ¿Qué tienen en común un piojo, una jirafa africana, el árbol del jardín y yo? ¿Acaso estos seres no desean vivir, aferrarse (pase lo que pase) al espacio-tiempo, como yo? ¿Y si los que nos hermana es esa ansia ciega e irracional de existir? ¿Todo lo vivo es, en esencia, deseo? ¿Y si la incognoscible «cosa en sí» de Kant es el deseo o la «voluntad de vivir»?… Toda una retahíla de interrogantes que derivaron en la creación de una de las obras más influyentes y estimulantes del siglo XIX y XX: El mundo como voluntad y representación. Un sistema filosófico que, inspirándose en los Upanishads, el platonismo o la filosofía budista, revela que bajo las diversas apariencias que adopta la naturaleza (flores, gatos, moscas, delfines, criminales, genios, santos o idiotas) discurre un fondo común, una misma identidad: el deseo, el querer ser. 

Esta visión supuso la destrucción de la idolatría de la razón, el desprestigio de la creencia en el progreso histórico, la revitalización del arte como vía de conocimiento y una de las primeras y fecundas aproximaciones de la filosofía occidental a las seductoras ideas de Oriente. El mismo Schopenhauer declaró lo siguiente en Senilia: «Buda y Eckhart y yo enseñamos esencialmente lo mismo, Eckhart sujeto a las ligaduras de la mitología cristiana. Los mismos pensamientos se hallan en el budismo, no contaminados, sin embargo, de dicha mitología, y por lo tanto expuestos de forma simple y clara, todo la clara que una religión puede ser. Yo los he expuesto con total claridad».

El sueño

El Buda de Frankfurt consagró toda su vida a la ambiciosa, paciente y solitaria tarea de descifrar las enigmáticas intenciones del universo. Imagino que le resultó inconcebible la idea de morir sin antes descubrir el para qué de tantísimo sufrimiento y maldad en este «peor de los mundos posibles». Así que leyó a los grandes sabios de la Antigüedad en busca de una interpretación lúcida y satisfactoria de la vida en la tierra, en busca de algún consuelo ante la ilimitada crueldad  y estupidez de los que se entregan histéricos y uniformados a la locura de las guerras, las modas o las bárbaras supersticiones de su tiempo. Al final, averiguó que la insatisfacción de los seres es eterna y que solo la santidad y el arte permiten suspender el pulso de esa insaciable «voluntad de vivir» que no cesa de fustigar la tranquilidad del espíritu  y de inventarse nuevas presas para el deseo.

También, sus meticulosas investigaciones le indujeron a afirmar, remedando a Calderón de la Barca, que toda la vida es sueño, un sueño de la «voluntad de vivir». «Cada individuo, cada rostro humano y su transcurso vital no es más que un breve sueño más del espíritu infinito de la naturaleza , solo es un efímero pentimento que dicha voluntad traza lúdicamente sobre un lienzo infinito, el espacio y el tiempo , y que solo conserva un fugaz instante, antes de borrarlo para dejar sitio a otro».

Schopenhauer opinó que es absurdo interrogarse acerca de una «causa primera» o un responsable de esta sucesión interminable de sueños que nadie entiende. Esta milenaria e intricada red de acontecimientos que no cesa de dejar perplejos a los humanos y que ha inspirado multitud de argucias para afrontar su misterio. Una de las más atractivas es la filosofía o, dicho en otras palabras, la tentativa de señalar con signos o gruñidos humanos los engranajes que  facilitan el funcionamiento de este variopinto organismo llamado Tierra. Pero atenernos a esta definición sería pecar de reduccionismo (cosa que siempre se hace al definir lo que sea), ya que la filosofía también es búsqueda de la buena vida (léase a Epicuro), discernimiento del bien y el mal, distinción de lo bello y lo feo o identificación de los límites humanos. Esto último se les olvida a esa raza de clarividentes que predican que los límites los pones tú y que la palabra «imposible» es solo eso, una palabra.

¿Quién?

¿Quién es el durmiente que sueña con este infinito amasijo de galaxias de colores y formas inimaginables? ¿Quién lleva siglos soñando con estas torpes criaturas que tatúan sus pieles de refinadas filosofías, evangelios chinos o musulmanes o griegos y dioses omnipotentes que nos desvían la mirada del cáncer, la esquizofrenia, la muerte de un bebé en brazos de una madre, la agonía de un drogadicto que ya no se reconoce en sus fotografías de niño, ni en los espejos, ni en sus manos que tiritan de espanto al descubrir que su miserable vida es un grito ahogado, una lágrima escondida en la arena, un bebé mutilado y atado a las heladas vías de un tren?

¿Quién sueña con todos los desconsolados que deciden enterrar su sueño rasgándose las venas o atándose una soga al cuello?

¿Quién sueña con la humillación pública que padecen todos los poetas o locos al ser vilipendiados por sentir el calor de un alma, el roce de unas alas…?

¿Quién sueña con los que gritan socorro nada más despertar de un sueño?

¿Quién sueña con los que no saben para qué coño han nacido?

¿Quién sueña con los que creen que el mundo les debe limosna?

¿Quién sueña con la angustiosa culpa del traidor o el criminal arrepentido?

¿Quién sueña con esos pálidos solitarios de las ciudades que se pasan el día y la noche entera masturbándose frente al móvil o el ordenador?

¿Quién sueña con los irrecuperables paisajes de la memoria?

¿Quién sueña con los insomnes?

¿Quién sueña con la melancolía o la angustia de lo por venir?

¿Quién no deja de soñar con las casas, hospitales, guarderias derruidas, inútiles, sin ruido, tras los bombardeos de todas las guerras absurdas?

¿Quién es ese obseso que sueña día tras día, sin dar la cara, con los inquietos filósofos que buscan ese algo que compartimos todos los seres, ese destino común, ese Universal, ese Brahma, ese Dios, ese Vacío, ese Tao, ese Absoluto, ese Eterno, ese Hambre, ese Amor, ese Suspiro…?

Ni sueño, ni sombra, ni pesadilla

Quisiera aplastar todas las metáforas que ha creado la humanidad. Prender fuego a todas las bibliotecas, olvidar todas las lenguas y mirar lo que me rodea como el primer neandertal o un recién nacido al que hiere la luz. Observar el silencio del dolor de ese adolescente atropellado por una moto sin la intervención de un lenguaje que dice: Él sufre, él murió, pero tú no, tú no has sido atropellado, tú no, tranquilo, tú no… Una de las ilusorias diferencias que establecen las palabras para calmar ese repentino horror que me asaltó al ver un cuello retorcido y empapado de una sangre que no dejaba de formar un charco oscuro sobre el asfalto lleno de pedacitos de cristal ardiendo y brillando por la luz del sol.

Eso es lo real. La última sangre derramada, la muerte imprevista, el olor a carne quemada, el pánico de los vecinos al oír las sirenas de policías y ambulancias, los desesperados gritos de ayuda de un motorista al que le fallan las rodillas y las palabras que se le atragantan… Aquí no valen interpretaciones sobre la unidad o la armonía de todo lo viviente, ni metáforas en las que se equipara a la vida con la pesadilla, el sueño o una sombra. Las ideas son mantas que colocamos encima de la piel que se pudre, hincha y desangra; verborrea que amputa los latidos del corazón.  

La crónica periodística de este suceso sería un ejercicio evasivo e inútil. No se hablará de la escalofriante impresión de sorpresa que quedó fija en los ojos del joven, ni cómo variaba el color de la sangre al rozarla un rayo de sol o cómo una vecina, despeinada y de ojos como alucinados, se arrodilló para rezar, contemplando con rabia el paso de las nubes mientras sus lágrimas caían una a una sobre el asfalto. El periodismo es solo ese oficio idealista que repudia la hondura y singularidad de cada instante, generaliza por temor a incursionar en la poesía. 

Este artículo (como todo texto periodístico) fomenta la ceguera. No dice nada porque no habla de nada concreto, específico, único. Es una de tantas inútiles introducciones eruditas a la obra de Schopenhauer, un filósofo que demostró que la razón esconde los impulsos que gobiernan la realidad y que, encima, tanta palabrería empaña la presencia viva y cambiante de las formas o representaciones del universo. El a menudo neurótico pensamiento occidental tendió a confundir a las palabras con los seres y las cosas. A finales del siglo XX (gracias a la influencia de las filosofías orientales y la obra de Wittgenstein) ya se creía zanjado este trastorno, pero, como de costumbre y como solía decir uno de mis profesores de Matemáticas, el hombre es el animal que tropieza una, dos, tres y hasta mil veces con la misma piedra.

Hoy se confina a la sensibilidad en vulgares ideologías o interpretaciones pueriles de la realidad (la política, la sociología, la psicología, la ciencia…) y se espanta el vacío, la nada, el silencio que emana de los agrietados labios de aquel joven que solo derraman un aliento de sangre y ni una sola palabra de adiós, pena o gemido alguno de dolor…

A la poeta Chantal Maillard que escribió: el poema no es la poesía; es aquello a lo que apunta el decir; el poema es el eco


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