Hay un vídeo que circula por internet en el que un boxeador, creo, advierte al público masculino sobre la necesidad de romper la fragilidad de su hombría. Prefiere que hablen y lloren sobre su hombro a que decidan quitarse la vida, como ha hecho un amigo suyo hace apenas unas semanas. ¡HABLEN!, grita. Apenas unas tardes más adelante, en la televisión aparece Las horas y un Ed Harris, con ojos azules y labios secos, la dice a Clarissa, «no creo que haya dos personas que hayan sido más felices que nosotros», y cae al vacío.
¿Habremos sido nosotras tan felices? Nos levantamos, comemos, tendemos la ropa, bebemos, hablamos, organizamos la bandeja de entrada del correo, salimos a caminar, a correr, a comprar, nos vemos, nos besamos, y los verbos persiguen las acciones sin más peso que las propias piernas del diccionario.
En otro de esos datos inconexos de internet, hay un estudio que dice que a medida que nos hacemos mayores el tiempo pasa más rápido debido a que los hábitos rutinarios son más frecuentes y nuestro cerebro solo atesora las emociones impactantes que ocurran. Si de pequeña lo más usual era descubrir el mundo circundante, la monotonía de la edad adulta estruja los sesos de aburrimiento. Por ello, hace años descubrí en una clase de plástica que había de fijarme en el misterio: un profesor, que era una especie de ogro malvado al que, no sé muy bien por qué, le cogí cierto cariño y respeto, sabía de mi indolencia hacia sus clases, por lo que cuando veía que una técnica me salía bien sin demasiado esfuerzo me miraba con desdén y me reprochaba que no aportara algo más de mí. Entonces, una vez con una lámina en la que debíamos armar un amanecer, me hizo notar que los tonos no estaban separados unos de otros, sino que se entremezclaban en el horizonte, así, decía, emborronando con sus dedos los lápices. Así, como las hojas bajo la luz del sol, como el cielo de la tarde, como las sombras y las maderas, y la pizarra llena de tiza. Así, como cada día, mestura de emociones, paisajes, sabores y olores.
Las horas llenas
A veces, pierdo la costumbre y me olvido de la nitidez con la que pasan los milagros hasta que vuelvo a retomar esa constancia. Es una práctica tenaz, con sus dos horas de estudio diarias, vívida e incierta. La siento al dejar las lentillas secas del día y ponerme las gafas que humedecen mis ojos. Levanto las cejas, hago una pinza con la parte superior de su figura óvala, los dedos se me quedan pegajosos, pero ellos están atentos, sin párpados y cristalinos, y dejo que los bañe la luz de sol y quedan encima de las frutas, como dos nísperos maduros.
Hubo una época, no tan lejana, en la que una mitad de mí me decía que me arrollara a las vías del tren, pero siempre había otra que le discutía que aquel no era el momento. No tenía muchas razones para contradecirla, en realidad, solo se ataba a la posibilidad de existir, de persistir, de permanecer vibrante como una cuerda que percute bajo el arco. Dejé que pasaran las horas y, de repente, un día, me di cuenta mientras estiraba las sábanas que hacía tiempo que no tenía esa repetición constante: había dejado de pensar en matarme. Al hablar, descubrí que no era la única a la que habían asolado estos pensamientos sobre el suicidio, afloran a mi alrededor -y siempre temo no llegar a tiempo-, descubrí que el miedo existe y que hay que abundar en el amor pleno, que buscamos el tiempo perdido, que no soy la única que escribe en Tripticum sobre salud mental, y que esta vida se abre entre pétalos llenos de la miseria que ofrece la vida humana con la que te sabes afortunada y aun así hay claroscuros en los que tus pies resbalan dentro de las piedras agrietadas bajo el agua.
Hace un año dejaba Sevilla, donde unos altavoces en medio de una gran plaza, antes de que cayera la noche y se encendiera el proyector de luz del cine al aire libre, dejaban que sonara esto:
Sin horas vacías
El relleno de la utilidad de lo inútil, las páginas que detallan paisajes en los libros por la simple belleza del lenguaje, las escenas que muestran las calles ensombrecidas de un paseo nocturno del protagonista o los pasajes de las sonatas que vuelven al da capo. ¿Qué brinda de emoción el presente? Sobre todo si hablamos de emergencia climática, corrupción, pérdida de derechos humanos, ¡viva el privilegio de quienes han nacido en un país democrático! ¿De qué forma deshumanizamos otras sociedades para sentirnos superiores en nuestra dialéctica del poder -véase los miles de rostros apilados para coger un tren en India, las madres con bebés colgando y de mirada perdida en cualquier tribu africana, los disparos en la calle de una favela, como si fuera lo normal-? ¿Cómo, en realidad, frenamos el espíritu de la juventud, con un discurso lleno de falacias donde impera la edad, y la desmembramos hasta quitarle la voz y el resuello por el que boquean?
He descubierto algo a medida que he cumplido años: la adultez es una mentira. No siento respeto por los mayores que patalean por un reconocimiento a sus galones llenos de canas. ¿Quién eres?, preguntaría, e iría con mi madre a hacer la cena, porque me gusta la cotidianidad de un Manual para mujeres de la limpieza. Me gusta contemplar el tambor de la lavadora con una Lucia Berlín a mi lado que habla del tiempo. Me gustan tantas cosas que no soy capaz de permitir que este arrojo se vaya, pues la decisión está en empezar por cuidarse a una misma: alimentarse bien, acicalarse, mimarse, respirar arte, experiencias y risas, escapar de vez en cuando, tomar un tiempo para saber qué se quiere y velar por que se cumpla, tomar conciencia del cuerpo y de la mente, ir a un especialista, saber a qué atenerse y con quién, comprometerse. Comprometerme con las horas, con estas horas que pasan y en las que escribo sobre ti y sobre mí.
No es esto ningún alegato por la vida, o sí. Ni un texto hermoso. Tal vez, solo son unos apuntes menores sobre lo que he ido descubriendo en estos últimos meses extraños. Es, en parte, mi regreso a escribir en esta página, donde hay algo que me arrastra a dar siempre un poco más de mí. Ya en mi primer artículo me comprometí a desvelar algo de lo intrínseco hace… Tres años. Tres, como el tríptico. Quién lo diría.
«Mirar la vida a la cara. Siempre hay que mirarla a la cara y conocerla por lo que es. Así podrás conocerla, quererla, por lo que es. Luego, guardarla dentro. Leonard, guardaré los años que compartimos, guardaré esos años, siempre. Y el amor. Siempre. Y las horas».
Periodista. "Porque algún día seré todas las cosas que amo".