Querido o querida quienseaqueseencarguedeestascosas:

No sé qué hacer, ni qué sentir ni cómo. Tampoco la manera de articular todas mis yo. Todos los días me encuentro con gentes que me doblan edades y vidas, enfrentarse al paso del tiempo mientras eligen bando: matrimonio o soledad. Qué triste habitar un mundo en el que no existen redes de afecto más allá de las parejas monógamas. No hay respuestas, y a veces parece que tampoco esperanza, para quienes nos conmovemos con el amor intenso y descarnado, la libertad completa, la soledad y la rebeldía. Ni siquiera sé si es a Cupido a quién se le preguntan estas cosas en 2022.

Nunca quise ser una mujer casada. Ni ennoviada ni nada eso. El amor siempre lo he vivido como una cárcel, como unas cadenas, como unas alas plegadas y amarradas. Para mí el amor fue algo de lo que huir siempre, como una ola de las grandes que si no la ves venir y te sumerges, te destroza. Coger olas a veces es divertido, pero en el fondo siempre he preferido ir a la playa y que el agua sea un bálsamo de quietud. Por eso detesto el amor. Y esta carta me parece una absoluta horterada.

El amor de pareja, claro: el amor a mis amigas y el amor a la humanidad es mi razón para existir. Amo vivir, amo los libros y conocer. Esos amores los siento como una brisa ligera que me acompaña en el vuelo, como el sol de abril, como el olor a ropa recién tendida. Como la protagonista de ‘Red‘: me evoco a mí misma abrazando a mis amigas, bailando con ellas o mirándolas cuando las cosas vienen mal dadas y la furia de mi alma vuelve a la calma. ¿Por qué no siento esta plenitud con los amores románticos?

Cupido, perdóname, pero llevo un tiempo —más largo de lo que quiero admitir— enredada en amores tibios. Amores templados, amores que no sangran pero tampoco terminan de florecer. Amores estables, amores planos, amores aburridos. ¡Con lo que yo he sido, Cupido! ¡Yo que me rasgaba la piel por amor! ¡Yo que he escrito miles de palabras, folios, líneas regodeando en la mirada del amor! ¡Yo, Cupido, yo! Lo siento y lo confieso: me convertí en una tibia. Me acostumbré a una monogamia rara, a unos sentimientos a medio gas, a la rutina, a la monotonía. A la comodidad de siempre la misma cama. ¡Qué horror! Pero qué cosas tan bellas surgen a veces de la poca intensidad.

¿Sabes lo que pasó entonces, Cupido? Claro que sabes, qué tonta —perdóname la indiscreción pero estoy muy nerviosa—. Se abrió una grieta, una raja apareció de pronto y resquebrajó la quietud. Ras. Crac. De arriba a abajo. Un nuevo paisaje, o tal vez, el mismo paisaje que había antes de la paz. Las garras de lo ya vivido reaparecieron, amenazantes, destructoras, posesivas. Un rugido que parecía decir: ¡despierten idiotas!, ¡esto no es amor!

La tormenta me arrasó: intenté ignorarla con lo que tenía, me tapaba los ojos con una mano, un oído con un hombro y con la otra mano apretaba fuerte —y sigo apretando— mi pecho porque parece que algo incontenible está apunto de brotar de dentro. Si alguien me pregunta cómo me siento diré: como quién presiona el cono de un volcán rezando porque la —ridícula— fuerza humana venza el empuje de la lava. ¡Dime, Cupido! ¡Dime, carajo! ¿Son estos los amores que merecen la pena? ¿Son estos los amores redentores, los que nos salvan, los que paran el mundo?

¿Qué hago con este amor que se siente como una hemorragia arterial, a chorro, a presión, de un rojo brillante y limpio, absolutamente mortal? ¿Qué hago con mi cuerpo inerte mientras brota de mí algo que siempre mantuve a raya? ¿Qué hago con todo eso? ¡Dónde lo pongo, Cupido! ¡Dónde! Ahora hay que limpiar toda esta sangre, o a lo mejor no ahora, sino mañana, igual ni siquiera hay sangre aún, igual las paredes de mis arterias son más fuertes de lo que pienso, igual no es sangre sino luz, o vómito bilioso.

Siento un amor como un torrente: una cascada blanca, agresiva, que destroza la fauna que tiene cerca pero al resto del planeta le permite la vida. Ahora todo lo vivido parece más tibio aún, más insulso, más absurdo, más superfluo. La noche se paró, eterna. Por fin. Las yemas de unos dedos afiladas como un bisturí me rajaron toda: o a lo mejor simplemente encajaron como un puzzle, en la herida a la que siempre pertenecieron. Todo esto que sangra tiene sentido, no como la banal calma de la monotonía. Claro que quiero que me regalen flores, y cartas, y cartas con flores. Quiero todas las palabras de amor que se hayan escrito. Quiero poemas y quiero dormirme ebria por abrazar la ropa que huele al ser amado.

Cupido, no sé quién soy, no sé lo que quiero, no sé cómo lo quiero: me siento como las compuertas de una presa. Qué alguien me diga algo, por favor, qué hago ahora. ¿Huir?

Nunca quise enamorarme. Pero, Cupido, se te olvidó preguntarme.

Atentamente,

Elena,

una persona con miedo a todo menos a la huida.

«

«Por algo estamos rotos desde el corazón,

para que entre la luz de esta constelación,

por algo coincidimos en este lugar,

y el mundo se detiene a vernos girar».

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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