Tengo una herida que supura siempre. Duele a veces y supura todo el tiempo. Qué clase de lesión supura sin que sepamos que estamos heridas. Es una úlcera vieja, creo que heredada por miles de genes. No sé decir cómo es de grande: hay días que parece un espejismo. Nos marca el cuerpo desde el minuto uno a todas las que nacemos en Canarias. Una especie de mancha originaria que nos sitúa en un punto muy difuso de la geografía y la historia. Un sello que nos recuerda que aquí vivimos de prestado. Esta tierra es nuestra porque otros lo permiten.
Conocer las coordenadas espaciotemporales en las que se desarrolla nuestro existir es fundamental para decidir hacia dónde queremos caminar o cómo queremos seguir. Unas complejísimas relaciones políticas, económicas y una historia manipulada por muchos sitúa a Canarias en un punto incierto de los mapas: cómo si con una mano colonial e interesada hubieran cogido en peso el cuadrado que nos rodea para moverlo siempre más al norte, lejos de su propia historia. Como quien coge un vado y lo cambia de sitio: paga y te dejaremos estar aquí.
La historia
En Canarias vivimos de espaldas a nuestro pasado. No porque queramos o lo hayamos decidido conscientemente, sino porque no sabemos ni siquiera qué existe un pasado que tener presente. Todas sabemos que en la historia de la humanidad se vivió una época de expansionismo europeo, violento y casi irreparable. Los cuerpos que venían de la metrópolis violentaron a otros y a otras, hirieron de muerte a muchas culturas y marcaron, casi para siempre, el devenir de los pueblos del sur global. A Canarias llegaron, y en Canarias se quedaron.
La herida tiene una caspa que levantan cada vez que alguien niega la violenta incursión castellana en las Islas allá por el año 1402. Y eso sangra, sangra y sangra. Y sangra tanto que mancha la bandera con ese azul fuerte, que mancha el escudo de los perros y se convierte en hoteles que manchan, también, las costas de todas las Islas. La sangre de esta herida colonial la derramamos por las laderas de nuestra tierra, como un llanto silencioso por un pueblo que fue masacrado, por una lengua y una cultura que fueron brutalmente asesinadas. Esa sangre roja, fuerte, densa, viscosa, circula barranco abajo y acaricia los últimos resquicios de una identidad que no existe: la flora, la fauna, los volcanes, las cuevas. La mancha colonial que llevamos en nuestros cuerpos supura tanto que al final nuestros fluidos barren las orillas de esas playas en las que vienen otros a bañarse y se juntan en unas aguas infames en las que tantos otros fallecieron huyendo del expolio imperialista en sus tierras.
La identidad
De manera absolutamente interesada y nada inocente, hay personas que apelan al contexto histórico para justificar las atrocidades que condicionaron el devenir de la humanidad. Dicen que en esa época era normal, que juzgamos con ojos del presente el pasado, que está mal posicionarse, que pasó hace miles de años. Dicen muchas cosas y no les tiembla la voz ni siquiera. No sé qué clase de pueblo serían los aborígenes canarios para que haya quienes crean que les pareció normal que invadieran agresivamente las tierras y los cuerpos. Hasta qué punto el colonialismo triunfó y escribió la historia que creemos que a los indígenas canarios les dio igual.
Los guanches, los benahoaritas, los canarios —por ejemplo— eran personas como lo somos nosotras hoy. Permítanme afirmar que sentían ansiedad como la sentimos nosotras hoy ante el peligro de su supervivencia. La conquista no fue un regalo, no nos trajeron el progreso ni la civilización. Nos trajeron estructuras sociales cristianas, patriarcales, capitalistas —no podemos afirmar que lo que aquí había era mejor o peor, porque ni siquiera hay registros—. Comerciaron con las vidas, las esclavizaron y les borraron lengua y costumbres. La sociedad canaria colonizada se constituyó como la subalternidad, como la periferia de un centro —europeo— al que siempre se debía aspirar. El colonialismo triunfó porque colonizó las identidades y, hoy, siguen anuladas.
El futuro
Estas reflexiones no pretenden romantizar un pasado que ya no existe y que, seguramente, no queremos que vuelva. Pretenden darnos perspectiva sobre unos hechos borrados y borrosos que influyen en nuestra identidad actual. Sin saber de dónde venimos, no podemos plantear hacia dónde caminamos. Cómo debatir sobre las mejoras sociales si ni siquiera sabemos quiénes somos. No nos representan en los mapas en el punto en el que estamos. Los debates sobre la canariedad no son cuestiones meramente nostálgicas, son propuestas decolonizadoras de los cuerpos y de la tierra.
Vivimos en una tierra expoliada y explotada. El paraíso turístico de Europa y del que se enriquece Europa. La población canaria, empobrecida por un sistema económico precario, no disfruta de los parajes espectaculares en los que habita: sirve con abnegación a quienes, extranjeros o descendientes, sí que pueden permitírselo. Los procesos de reparación histórica son imprescindibles para las propuestas de futuro: podríamos empezar, simbólicamente, por votar y elegir —de verdad— nuestra bandera y nuestro Estatuto de Autonomía. O por tener algo que decir sobre el petróleo que, teóricamente, está en nuestras aguas o muy cerca de ellas.
Nos robaron el pasado, el presente y el futuro quienes, un día, nos encerraron en un rectángulo y nos pintaron al norte. Las lógicas coloniales son orgánicas y se retroalimentan solas: si seguimos viviendo de espaldas a nuestra geografía y a nuestra historia, seguiremos siendo un territorio por liberar. Mientras no hagamos un esfuerzo firme por recuperar nuestra identidad, aquella herida heredada seguirá sangrando y supurando en las pieles de mis hijas y de mis nietas.