Una chica normal, del montón, vive en Las Palmas de Gran Canaria y trabaja en un trabajo también normal, también del montón. Digamos que tiene suerte y sirve apetitosos cafés con tartas esponjosas en una cafetería de toda la vida en Vegueta. Pone el despertador con media hora de margen para exprimir un par de naranjas y dejar la cama hecha. Odia madrugar pero, como todos los canariones sabemos, los amaneceres en la Avenida Marítima borran el humo, el asfalto y el gentío. Todos los días transcurren iguales: todos los días contando los quehaceres con precisión, reservando unos minutos para respirar en Las Canteras. Con suerte.

Amores mundanos

Esta chica común —tan común que podría ser yo, tú o alguna antigua amiga— es aficionada a bailar bachata y al tenis. Lleva unos meses prometiéndose sacar las mañanas de domingo para un curso de dibujo: los malabares entre el tiempo libre y el dinero acaban convenciéndola siempre de quedarse en casa. La rutina diaria se siente como un cielo pesado sobre la vista que impide enfocar y ampliar la mirada. Las gentes parecen absortas en algún lugar de su yo que solo piensa en madrugar para ir a trabajar y dormir temprano para poder madrugar e ir a trabajar.

Vive en un edificio grande, algo antiguo, con las paredes muy finas y las escaleras muy estrechas. Tiene 7 plantas y un montón de vecinos que van y vienen y no se conocen entre ellos. Es probable que, como en cualquier edificio capitalino, haya un vecino guapo —mera estadística— que viva en el primer piso o en el segundo. Nuestra protagonista, tal vez nosotras mismas, se lo encuentra en el portal un par de veces por semana al mediodía y a veces a las 11 de la noche. Es un chico alto y siempre va en cholas salvo si vuelve de trabajar. Se sostienen la puerta de la entrada mutuamente si se cruzan en el zaguán, se dan las buenas horas y luego agachan la cabeza con indiferencia.

Cuando esta chica llega a casa, piensa si, a veces, en la vida real —y aburrida— suceden los amores que tantas veces leyó. Imagina cómo sería una ridícula escena de un roce de manos o una discusión acalorada por alguna tontería mientras se siguen tratando de «usted» —como si él fuera un Bridgerton y yo una elegante y rebelde aristócrata—. Se extraña porque, en realidad, ella nunca ha sido así. Ni siquiera está segura de querer algo así para su vida en este momento. En los últimos meses el mundo parece derrumbarse: nos hemos visto forzados a convivir con la incertidumbre y con la imposibilidad de planear más allá de dos semanas. Los cimientos sólidos —y ficticios— sobre los que construíamos nuestro existir no parecen querer colaborar más. Guerra, pandemia, volcán, pobreza, crisis, inflación, salud mental, enfermedad: últimamente la vida, la salud y la paz parecen excepcionales.

Ropa sin corte imperio

En toda esta oleada de catástrofes, las banalidades se comportan como un refugio, como un cálido abrazo o como lo único en lo que merece la pena invertir el poco tiempo que parece quedar. Al mismo tiempo, en 2022 vivimos una época post el fuerte y combativo movimiento feminista de 2018. Las mujeres estamos aprendiendo, y disfrutando, de las cosas que siempre fueron denostadas por llevar la etiqueta «para mujeres». Nos hemos reconciliado con nuestras feminidades —o estamos en ello—. Es misógino humillar los gustos de las mujeres aunque entendamos que estos vienen condicionados por una cultura patriarcal, racista y clasista.

Los Bridgerton es una serie que reúne los elementos que necesitamos para escapar de las crueldades de este mundo. El regocijo de unos amores fuertes con finales felices, con palabras victorianas de amor eterno, vestidos de ensueño, guantes largos y tiaras deslumbrantes: escapamos a esos bailes en palacio para olvidar la precariedad, la enfermedad y las injusticias que circulan por las calles de todo el mundo. El estreno de esta nueva temporada era todo lo que necesitaba. Nuestro mundo es más complejo, más triste, más pobre y menos intenso: ojalá nuestra preocupación solo fuera el corte de los vestidos, las joyas y el amor verdadero.

En defensa de lo ridículo

La protagonista de esta historia, y de cualquier otra, no es ninguna heroína ni la inspiración de nadie. Siente las contradicciones en su carne de no poder ser siempre la feminista perfecta. No sabe cómo reconciliar las expectativas de cambiar el mundo que tenía cuando era adolescente con la precaria realidad de la vida adulta. Nuestro margen de actuación y de influencia es limitado: a lo mejor la revolución que puedo encabezar es local, familiar, pequeña y está bien así. Por el camino, podemos disfrutar de las pequeñeces y aceptar las contradicciones.

Una chica normal, con un trabajo normal, en una ciudad normal no cree —ni quiere creer— en los grandes amores románticos que dan sentido a Los Bridgerton. Estamos dejando eso atrás y construyendo nuevos modelos relacionales en los que todas seamos más libres. Nos acostamos en nuestros modestos apartamentos cada noche y pensamos en Eloise Bridgerton: una mujer libre, fuerte, rebelde e incoherente —como todas—. Al cabo de unos días, seguramente el vecino guapo del segundo vea a esta chica por la calle y piense que su vestido es bonito. A lo mejor, si tienen suerte —que la tendrán— cruzarán la mirada y se sonreirán.

Si volvieran a estar en auge las tiaras y los guantes largos, igual se sentiría distinto escribir sobre las desgracias del capitalismo en una casa cutre.

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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