Nunca he sido capaz de dormir del tirón en una guagua. Ni siquiera de dormir, digamos, bien. Ni siquiera cuando el trayecto presume durar unas ocho horas. Es cierto, también, que después de terminar todos los trabajos, los exámenes y, por ende, el curso, la mejor cama para el descanso no es un asiento estrecho, apenas inclinado, mientras llevas una mascarilla puesta.

Pero no importa: con la preceptiva prudencia por la COVID-19, María y yo nos embarcamos hacia Lisboa, la capital del tan tímido (o escondido) país vecino. Cuatro días por delante, aprovechando las noches de la ida y de la vuelta para viajar y no perder días.

Eso sí, ganamos tiempo para visitar al viajar de noche, ¿pero qué se hace en Lisboa a las 6.30 de la mañana? Acabamos de llegar, y tentando a la suerte, empujados más por el cansancio que por otra cosa, nos plantamos a las siete de la mañana, precisamente siete horas antes del checkin previsto, en el hostal. Y gracias, más bien, a la amabilidad de la familia que regenta el alojamiento, pudimos acceder a nuestra habitación y descansar (por fin, una cama) un par de horas tras el viaje.

No queremos saber nada de tranvías modernos

Habíamos mirado antes de llegar, en internet, tropecientas páginas con recomendaciones de tours, monumentos y sitios para comer y visitar, pero nada comparable a que amigas que ya habían estado allí, fuese de Erasmus o de turismo, te aconsejasen sobre qué hacer. Y desayunando (como haríamos en los días siguientes) en la cuidada y tranquila A Padaria Portuguesa, decidimos las primeras rutas.

Lisboa no es una ciudad especialmente grande, pues puedes patear por todo lo que se considera el centro sin problema. Eso sí, el encanto que tienen los clásicos y pintorescos tranvías lisboetas no puede competir con nadie. Y nosotros, armados con la tarjeta diaria ilimitada de transporte público, aprovechamos cada oportunidad para subirnos. Y cuando lo que llegaba era un tranvía «moderno», se nos bajaba la emoción.

Los tranvías (los clásicos, claro) estaban tan metidos dentro del callejero que prácticamente no nos hizo falta acercarnos a la famosa Rua da Bica para ver uno o fotografiarte con él. Así que la línea 25 nos ahorró algunos tramos cuando el cansancio (o no) apretaba, acompañado por el sol y el buen tiempo que nos acompañaría todos los días.

Accidentados retratos en la Torre de Belem

A pesar de lo que a María le hubiese gustado (y a mí, para qué escondernos), a la Torre de Belem y al Padrao dos Descobrimentos llegamos en un tranvía de los modernos. Tras sacarnos las clásicas fotos (en las que la persona que nos sacó una conjunta decidió que era una grandísima idea fotografiarnos con el móvil inclinado, ni en horizontal ni en vertical, para cortarnos tanto a nosotros como a la torre) y pasar con recelo y envidia por la Colección Berardo, nos adentramos en el Mosteiro dos Jerónimos, un exquisito recinto de arquitectura manuelina que nos refrescó por sus interiores.

De vuelta, esta vez en guagua, el Palacio Nacional de Ajuda, antigua residencia de la familia real portuguesa (hasta 1910, cuando se proclamó la república) y actual museo histórico, se impuso ante nosotros en una visita tranquila, sin apenas más visitantes, donde recorrimos las numerosísimas estancias reales, incluido el gran comedor donde acudió la mismísima reina de Inglaterra.

La gata Carlota

Caía la tarde y nos faltaba uno de los monumentos más emblemáticos y fotografiados de Lisboa: el Convento do Carmo. Un convento derruido por el terremoto que azotó la capital portuguesa en 1755, pero del que quedan los restos de la estructura y algunos elementos históricos. Todo ello, lo mejor, custodiado por la nueva amiga de María: la gata Carlota, con collar de la institución y que se codeaba con todos los turistas visitantes como si fuera un emblema más del lugar.

Siguiendo el camino marcado por los raíles del tranvía, visitamos la Sé de Lisboa, la catedral, bastante gris en comparación con el resto de construcciones lisboetas, pero con una colección de antigüedades en la planta superior que nada tiene que envidiar al resto. Situada en una pequeña colina, apenas bajando unas calles nos encontramos con la Casa Museo de José Saramago, con un parque que invita, desde luego, a la lectura en la tranquilidad portuguesa.

Este no es el final del viaje

Y qué viaje sería a Lisboa sin no pasar por sus miradores. Así que andando nos acercamos a los miradores de Santa Lucía primero y Portas do Sol después, para descansar del día y observar el atardecer, mientras mirábamos hacia el río Tajo, cercado imponentemente por el Puente Vasco de Gama a un lado, y 25 de Abril al otro.

Tras dos días en la ciudad, el sabor de unas buenas vacaciones ya nos había invadido: una ciudad acogedora en todas sus facetas, cercana, con un tiempo primaveral/veraniego y, por supuesto, la mejor compañía. Lo mejor: nos quedan dos días por delante antes de regresar, guagua nocturna mediante, a Madrid. Lisboa nos guarda más secretos antes de que partamos.


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