Sé que no leerás esta carta y que tan solo el milagro de la resurrección podría alterar el curso de las cosas. Así que este escrito será como lanzar una triste confesión al oído de la almohada o un suspiro al sordo batir de las olas del mar. Nunca recibiré ningún sobre con la dirección de tu humilde y tan liliputiense buhardilla de París. ¿Así que para qué esforzarse en escribir si no tendré más tarde tu voz, si cada palabra que tecleo es solo un perseverar en otro aburrido y obsesivo monólogo más? ¿Para qué hablarle toda la verdad al vago recuerdo de los muertos, para qué inventarte y rejuvenecerte, para qué fingirte ojos claros, orejas y algo más que una sucia pila de larvas y huesos?… ¿Para qué susurrar o gritar hoy mi amor a la dura y áspera y afilada piel de las piedras enterradas en la nieve?
Tú dijiste que en los límites de la soledad solo se puede dialogar con dios y que en cada uno de tus libros entablas una encarnizada e insolente discusión con él. Quizá en ese último tramo de la soledad no solo asoma el divino rostro del creador, sino las añoradas siluetas de todos esos seres que un día amenizaron las olvidadas meriendas del verano o aquellos bestiales atracones navideños en un salón que poco a poco fue quedándose sin caras, sin música, sin voz. Los abuelos que aún recordaban tu nombre y el inconfundible color de tus ojos, las mamás que aún sonreían en la mañana al tibio calor del sol o los primeros amigos de la infancia que capitaneaban una tripulación de piratas andrajosos y borrachos a lo Jack Sparrow o que buscaban entre las monótonas piedras del patio de recreo el brillo de la famosa piedra filosofal. Con estos antepasados dialogo cuando marcho a nadar a solas al muelle. Siempre cierro los ojos para que no se irriten de sal o de mirar fijamente la luz del sol y dejo que mi pálido cuerpo vapuleado por las olas imite a las esponjosas estrellas de mar o a la pose del Cristo en la cruz. Visto de lejos, desde la cafetería de Alberto, parecería un retrato romántico de la soledad del hombre ante los paisajes vastos y despoblados de la naturaleza: el mar, el desierto, la estepa, el cielo, la noche…
«Cambiaría todos los paisajes del mundo por el de mi niñez»
Quizá corro el riesgo de aburrirte con estas torpes divagaciones. Ya sabes que carezco del don de la elocuencia y del culto a la sutileza propia del escritor de genio. Pero me consolaría saber que mis letras invocan bostezos y te liberan del que para ti fue el peor de los males: el insomnio. Esa tara de la consciencia que te desveló la inanidad universal y que alimentó tu megalómana pretensión de ser el hombre más lúcido del universo. Parece que en esas noches blancas prefigura tu grandilocuente destino de pensador que aspira al más crudo desengaño y, sobre todo, a averiguar cuáles son los íntimos deseos o temblores que fundan cualquier acción humana. Sed de venganza, vanidad, histeria o ambición ilimitada son tres rasgos que presumías identificar en un segundo (la razón por la que admiraste desde tu adolescencia a Shakespeare). Y presiento, quizá sin agudeza, que la aparente misantropía de tus obras se debe a esa obsesión por rastrear las firmes huellas del diablo que tan adentro te castigó con la eterna vigilia.
Recuerdo que alguna vez dijiste, no sin incurrir en tu habitual culto a la exageración, que este mundo solo puede ser obra de la cruenta fantasía del Príncipe de las Tinieblas o de un demiurgo sádico, malicioso y chapucero. Ese origen fatal justificaría la idea del pecado original y la condena de la humanidad a ansiar vivir sin fatigas en un universo paradisíaco aún sabiendo que el mal es igual de incurable que el soñar, generación tras generación, con lo imposible.
Cauterizar la herida
Me entusiasma saber que no fuiste ningún tipo enfurruñado, un exiliado rumano de capa caída, que decidió aislarse en una cabaña del bosque con un gatito negro llamado Baudelaire y un cuervo disecado y tuerto llamado Poe. Una imagen que podría deducir cualquier lector apresurado y prejuicioso del autor que escribe la obra, ya que alguien que publica Del inconveniente de haber nacido, En las cimas de la desesperación o Silogismos de la amargura no promete ser la alegría de la huerta. Pero si aceptamos que solo escribiste por urgencia vital y bajo el influjo de la depresión todo adquiere otro color. Vale la pena citar tus palabras: «Mi obra (aunque esta palabra me da ganas de vomitar) apareció por razones médicas, terapéuticas. Si he estado escribiendo siempre el mismo libro, al margen de las mismas obsesiones, es porque me di cuenta de que eso representaba una liberación para mí. En realidad, escribí por necesidad. La literatura, la filosofía, ¿qué se yo? Para mí únicamente han sido un pretexto. Lo importante es que el hecho de escribir fue una terapia».
Podría decirse que tu escritura fue como un civilizado exorcismo. Es decir, una ceremonia sin letanías latinas pronunciadas por un cardenal que abofetea a un rostro convulsionado con un crucifijo empapado en agua bendita. Por el contrario, tú solo requeriste un papel en blanco y un lápiz para expulsar a ese abatimiento que origina la melancolía o para derramar hasta vaciarte tu insaciable e incontenible amor por la vida, la mujer, la música, la amistad, los perros verdes, las caminatas, el otoño, la risa, las nubes, Macbeth o el sol de Ibiza. Pero creo (perdona mi indiscreta osadía) que fracasaste y que no dejaste de ser un amante que camufló, entre el silencio de cada irónico aforismo, el fervor de la poesía. Al abandonar el lápiz, regresaba tu sonrisa pícara y jovial y la insaciable curiosidad del niño de 6 años que entrevé un enigma en el humo que destilan los fogones de una cocina o en la coreografía de veinte palomas que vuelan, sin hablar, hacia una misma dirección escondida en algún rincón de un atardecer de octubre.
«Más vale perecer en la propia ley que salvarse por la de otro», Bhagavad-Gita
Te esforzarte en imaginar las exaltadas obras de Nietzsche ardiendo en una pira, la sonrisa incinerada de tu amigo judío Paul Celan, el último suspiro exhalado por un microbio en la tierra o a la divinidad que extasió a Santa Teresa como un desequilibrio fisiológico segregado por la agitación de una vieja lunática. Quisiste quemar el mar hasta transformarlo en un desierto de cenizas y así convencerte de que soportarías la irremediable pérdida de la belleza, porque lo que te duele es el verte abandonado, como el pringoso papel de una chocolatina, de lo que querrías contemplar y sentir eternamente. Tal vez chillaste que todo era dominio del olvido y la muerte y que qué inútil vivir para aflojar la presión de tus uñas, aferradas como lobas desesperadas y hambrientas, del vientre claro y blanco del sol.
Pero fuiste demasiado lúcido como para constreñir la realidad en un conjunto de símbolos góticos sobre la decadencia y la omnipotencia, mire por donde se mire, del sufrimiento, la futilidad y la muerte. Quisiste robarle los ojos y el corazón a Buda, pero supiste que tú no eres Buda, ni Pascal, ni Séneca, ni un anacoreta que goza de la ataraxia, ni ninguno de esos sabios literatos que nunca dejaste de releer. Tú fuiste el niño que jugaba al fútbol con las calaveras que te prestaba el enterrador de tu pueblo o el que describió en cientos de páginas el horror y vergüenza de nacer en este «bajo mundo» y que, sin embargo, se enamoró, como un romántico adolescente, de una joven alemana justo al cumplir los 70 años.
Aquí algunos de tus fragmentos que condensan el sentido paradójico del párrafo anterior. La percepción budista de que la naturaleza de los seres es transitoria, sufriente e insustancial y el ardiente corazón que solo vive de ilusión, asombro, blasfemia, plegaria, poesía y esperanza:
«Delante de mí, una muchacha (¿19 años?) y un chico joven. Intento reprimir el interés que despierta en mí la muchacha, su encanto y, para conseguirlo, me la imagino muerta, en estado de cadáver descompuesto, con los ojos, las mejillas, la nariz y los labios, todo en plena putrefacción. Ningún efecto. El hechizo que emana de ella me subyuga constantemente. Este es el milagro de la vida.
Se puede dudar absolutamente de todo, afirmarse como nihilista, y sin embargo enamorarse como el mayor idiota.
Recela de aquellos que dan la espalda al amor, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán por haber renunciado a ello. La historia de las ideas es la historia de los rencores del solitario.
Es evidente que si se tiene la conciencia de la nada es absurdo escribir un libro, es ridículo incluso. ¿Por qué escribir y para quién? Pero hay necesidades interiores que escapan a esa visión, son de otra naturaleza, más íntimas y más misteriosas, irracionales. La conciencia de la nada llevada hasta sus últimas consecuencias no es compatible con nada, con ningún gesto; la idea de fidelidad, de autenticidad, etcétera… todo se va a paseo. Pero, a pesar de todo, queda esa vitalidad misteriosa que te impulsa a hacer algo. Y tal vez sea eso la vida, sin pretender emplear palabras grandilocuentes, es que hacemos cosas a las que nos adherimos sin creer en ellas, sí, es eso más o menos».
«Simone opina que tengo aire de ruso»
Más allá de las palabras se agitan las hojas de la vida. Una lección constante en tus textos y que nos preserva de ese riesgo tan común en esta época, y tal vez en todas, de considerar a un código de signos, de balbuceos, como una realidad absoluta y no virtual, representativa. Nada más necio que obcecarse con los datos sobre la altitud de una montaña o sus importancias históricas para dejar de ver la nieve tal y como la celebran los niños. Por ejemplo, hoy está de moda definirse en un género o una raza o una nación o un profesión para envolverse el rostro con el velo de maya y ser funcionario de una rígida ficción por temor a la soledad de afrontar la viva encarnación de la ambigua, contradictoria y multiforme novela que le ha tocado en suerte a todo hijo de vecino. ¿Pero qué voy a contarte a ti de sectas? Si viviste en el París de las elucubraciones más disparatas que nutren la arrogancia de un amplio y cegato sector de la sociedad actual y que me induce a recordar con nostalgia las pocas almas lúcidas y valientes dispuestas a asumir la escritura que les dicta el pulso de su libertad. Almas obsesionadas con lo esencial: el amor, la justicia, la libertad de espíritu, la muerte o la belleza. A veces creo que olvidamos que el maltrato de las palabras ahoga la voz del misterio de una cara, el viento o un reloj.
Es probable que a estas alturas la carta ya rebasé los límites presupuestos por el formato epistolar. Pero antes de concluir debo añadir una última cosa. Te admito que si aún siguieras vivo no me atrevería a añadir este precipitado y confuso final que pretende homenajear tu filosofía confesional o «indiscreción abstracta»: «Cuando uno escribe, lo hace realmente sobre sus miserias. El que lee se reconoce en ellas de tal suerte que todo lo que parece ser egoísmo no es en realidad sino una forma de caridad, de altruismo, ya que los demás se reconocen en esas miserias personales. Digo esto porque a menudo me han reprochado hablar solo de lo que me afecta a mí. Pues bien, sí: los que hablan de problemas generales me parecen, las mayoría de las veces, vacíos. Y, si quieren saberlo, eso ocurre con la filosofía: en lo más hondo, está vacía».
El lugar más íntimo del humano es su sueño y hace dos noches soñé que te observaba a escondidas en tu acogedora buhardilla de París. Escribías nervioso en tu escritorio y parecías tararear como una cancioncilla. Quizá un estribillo de un tango argentino (¿Naranjo en flor?) o una melodía eslava que bailabas borracho y asalvajado en los cafés de Bucarest. Quién sabe. A cada rato te peinabas el tupé blanco como la nieve de tu infancia y contemplabas con los ojos vidriosos la noche estrellada y muda en desde el alfeizar de tu ventana. De repente, apareciste moribundo, pálido y encogido como un animalito presa del pánico en una sillita de ruedas de geriátrico. Una anciana te cortaba las uñas de las manos y, al terminar, ella acarició tus dedos temblorosos, esos dedos que nunca jamás volverían a escribir una broma macabra, una paradoja o un decidido insulto contra dios o Sartre. Manos que jamás distinguirán la lluvia del sol, la piel amiga de la piel enemiga y hostil.
Parecías no sentir el tacto de aquel gesto delicado, las últimas y minúsculas declaraciones de un amor de más de 50 años que ahora parecían dialogar con un cuerpo enfermizo, insensible y desalmado, con una fría estatua de carne y hueso. Tú parecías querer decir algo, pero solo alcanzaste a balbucear como un bebé. Ella limpió tu saliva y después acarició la sombra de tus ojos azules y te besó un párpado antes de tumbarte con mucho cuidado en la cama para dormir. Ya que ahora, con el alzhéimer, sí podías sumirte en el embrujo e inconsciencia de los sueños. Se ve que el destino te forzó al olvido para que no fueras testigo de tu tan temida decrepitud física y de la despedida de tu tan preciada y orgullosa lucidez.
Simone no dejó de hablarte. Y, pocos días después de tu partida, pasó a máquina tus diarios de más de mil páginas para seguir, de alguna forma, en contacto contigo. Quizá yo imito su ejemplo y esta carta es solo una tentativa de seguir leyéndote al reescribir anécdotas de tu vida de asceta cosmopolita o al aludir a alguna emoción o idea recurrente de tus libros.
Ojalá viajar a París para dejar esta carta irregular sobre la tumba en la que descansas junto a Simone. No encuentro imagen más reveladora y significativa de tu apasionado periplo vital que tu nombre inscrito en una lapida junto al de esa profesora francesa que expresó que tus ojos fueron, sin duda, los más bonitos de este mundo. Presiento que allí está escrito lo que nunca dijiste, tu secreto, la confesión de un amor que dijo adiós y te quiero por ti, el hombre que nunca necesitó escribir que, a pesar de todo, vivió y murió lúcido y loco, afligido y adolescente, ansioso, bromista, presumido, vivaz, enamorado…
A los amigos de Cioran. A los que, a pesar de todo, no dejan de amar
Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".