Me mudé a La Laguna cuando acababa de cumplir 18 años. Desde entonces vivo entre atrapada y arropada por sus calles. El viento, la humedad y la sofocante quietud del verano nunca han llegado a ser hogar: pero sí son las compañeras de una libertad post adolescente y por eso una elige La Laguna una y otra vez. Paseando por la acogedora ciudad del frío en Canarias, a ratos chiquita y a ratos infinita, una crece y descubre quién quiere ser. La Laguna tiene un olor y una luz particular —única, me atrevería a decir— y el equipo de Delirium Teatro supo inmortalizarla sobre el escenario.

Una casa de alquiler

La obra comienza con la muerte de Félix Francisco Casanova, un muchacho palmero —y poeta— que, como todos mis amigos, vino a estudiar a la Universidad de La Laguna y aquí floreció. Escribió, escribió, escribió y, al fin, trascendió. ¿Cómo no vamos a vernos en él? Félix Francisco Casanova es inmortal porque habita los cuerpos de todas las que por estas calles hemos crecido, caminado, amado, llorado. Pasan los años y parece que, al final, todas somos laguneras aunque, en el fondo, nadie lo es. La Laguna somos todas y ninguna. Esta ciudad chiquita puede concentrarse en una solo cuarto de una residencia, cutre y fría, de estudiantes: no es nuestra casa, estamos de paso, de prestado, pero aquí yace lo agrio y lo dulce de existir. Cuando me fui de mi tierra, arranqué de cuajo las raíces que a esa orilla me unían así que les alquilé un cuartucho en alguna esquina de la Heraclio:

CUARTO DE ALQUILER

Oler en el corredor
vieja colonia derramada
por una mujer, el olébano
que cosquilleó
la nariz de un moribundo
en su última hora
y esa risa lejana
de un parto feliz,
me exilian de estas paredes,
me susurran que yo no vivo aquí

Félix Francisco Casanova

Los amores del frío

En La Laguna me enamoré por primera vez. Igual que Julia y Dani, dos personajes de la pieza escrita por Antonio Tabares. Aquellos besos sabor a misprimeroscafés se hicieron inmortales. Qué cursilada. Supongo que eso también es propio de este lugar: la intensidad del frío y la del calor. Cuando llegué tenía la piel lisa: no sé cuándo dejaré de culpar y agradecer a La Laguna por todo lo que me ha hecho. En los bares que olían a amores de otros, guardados para siempre a cal y canto en aquellas paredes, teníamos nuestras primeras conversaciones de política. Citábamos con fascinación a Marx, a Simone de Beauvoir, a Kropotkin. A veces hablábamos a gritos y otras disertábamos en el silencio sepulcral de una mirada precisa. La inmortalidad se paseaba de una boca a otra, de unas manos a otras, de un pecho a otro: todos éramos inmortales porque, en realidad, nadie lo era. Creíamos que en nuestras cabezas vivía encerrado el secreto para construir un mundo nuevo.

La Laguna nos trajo el amor a los pies de la cama, al borde de un sillón, al otro lado de una puerta enclenque en cualquier piso alquilado. Me puso delante a unos seres a los que admirar que, como con cincel y martillo, tallaron y dieron forma a la persona que hoy soy y mañana seré. Esas personas vivirán para siempre en todas las palabras que he escrito. Hay amores que nos encienden y trascienden. Pasan los años y esos amores siempre vuelven, siempre envuelven, siempre revuelven. Enamorarse era bello, en esa época, porque al llegar casa, tocaba la puerta del cuarto de mi compañera y pasábamos la madrugada regodeándonos en la bella forma de aquellos ojos. No sé qué amor fue más grande: uno se sentía hogar y el otro se sentía crecer.

La rebeldía inmortal

Los protagonistas de ‘La Inmortalidad’ compartían piso y conversaciones resacadas sobre el futuro político de Canarias. Los unía una necesidad imperiosa, innegable, visceral de dejar el mundo mejor de lo que lo encontraron. Se radicalizaban, se peleaban y se llamaban reaccionarios los unos a los otros. Ellas luchaban por ser escuchadas, incluidas y respetadas. Ellos luchaban por trascender y por aprender a cuidarlas. Se aliaban y tendían pactos prometedores y apasionantes. En La Laguna, en los años 70 y 80, se vivió una época de auge del movimiento estudiantil. El brutal asesinato a Javier Fernández Quesada, en las escaleras de entrada a la Universidad, y a Bartolomé García Lorenzo, a las puertas de su casa en Santa Cruz de Tenerife, marcaron una época de luchas y reivindicaciones por los derechos humanos. Las consecuencias de estos crímenes y la lucha de esos estudiantes contra el fascismo llegan hasta nuestros días: en forma de leyes, normas y un espíritu común de rebeldía.

La Laguna abrió un hueco dentro de mí —tal y como cuenta Vivian Gornick en ‘Apegos Feroces’—. Un hueco grande, un vacío inconmensurable, un agujero negro hambriento de absorberlo todo. Todos los debates, todas las ideas, todas las personas, todas las vidas. En La Laguna conocí la inmensa valía de vivir, de observar, de conocer, de hablar, de descubrir gentes. En La Laguna amé y me politicé: sinónimos, al fin y al cabo. La Laguna te hechiza: resides aquí y luego su fantasma vivirá para siempre en tu mirada.


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