Volver a ver Sexo en Nueva York es un poco como volver a casa en verano. Vuelvo a los desayunos de Carrie, Miranda, Samantha y Charlotte casi como quien se reencuentra con viejas amigas. Ellas no saben quién soy yo, pero me han acompañado —y a veces incluso guiado— en muchos momentos de la vida. Reflexiono sobre mí, mis relaciones, mis amigas o mi vida viéndoles hacer y deshacer entuertos. Después de tantas horas compartidas con ellas cuatro, les tengo un cariño inmenso: tengo amigos muy cercanos con los que he compartido menos tiempo. Viendo la serie es como si me mirara a un espejo: ya estuve en la misma postura hace años viendo los mismos capítulos, ¿cuánto he caminado? Mucho, creo. Y lo mejor es que, como ellas, siempre de la mano de mis amigas.
Una cuestión de clase
Mis amigas y yo podríamos pasar horas discutiendo con qué personaje nos identificamos o simplemente comentando las tramas: pero es obvio que entre nosotras y ellas hay diferencias insalvables. Ellas, por algún motivo que no queda nunca del todo claro, son ricas. Ellas, desde luego, no han vivido numerosas crisis económicas que las hayan despojado de toda perspectiva de futuro. Además, viven Nueva York: el norte en el norte, la capital de la capital. Estamos tan acostumbradas a la precariedad que nos sentamos durante horas, en la cafetería más barata del barrio, a comentar los conjuntos de Carrie Bradshaw como si su vida se pareciera en algo a la nuestra.
Estamos tan faltas de referentes canarias, mujeres, jóvenes y LGTB que cualquiera que se asemeje o se acerque mínimamente a nosotras lo adoptamos y lo guardamos muy cerquita nuestro. Es un fastidio tener que compartir piso que ni siquiera es medio decente con gente que ni siquiera me cae bien. Y así hasta vete tú a saber qué edad. Por algún motivo nos provoca satisfacción proyectarnos a nosotras mismas en una vida idílica como la que tienen ellas. En este caso, ni siquiera son vidas que, honestamente, queramos para nuestros futuros ni que vayan acordes a nuestros valores. Me reconforta, no obstante, sentirme cerca de Carrie cuando me siento en mi escritorio cutre a escribir estos textitos. Mi vida no se parece mucho a la de Sexo en Nueva York, desde luego: ¿y realmente me gustaría?
Una cuestión de género
Las relaciones sexo-afectivas siguen siendo el último bastión en el que se acantona el patriarcado. Nosotras, por desgracia, seguimos enredadas en amores porque siempre nos hicieron creer que nos iba la vida en ello. Relacionarse románticamente es un jaleo y, a menudo, una necesita ver el capítulo en el que Samantha Jones manda a rayar millo a Richard: «Te quiero mucho, pero más me quiero a mí». Y entonces se va con sus amigas: el amor de verdad. Me gusta ver la serie cuando me enamoro o me desenamoro y mi vida empieza a dar bandazos sin tino por ese lado. Mis amigas me han convertido en todo lo que soy hoy, me han acompañado sin pausa, me guían y me han colmado de amor todos los días de mi vida. Siempre hay alguien al otro lado del teléfono —y además es recíproco—. ¡Qué bello sería el amor si nos hubieran dicho que la amistad también lo es!
Siempre estoy dando la tabarra a quién me lee o me quiere —si son las dos cosas, pues buena suerte y muchas gracias— con los feminismos, el amor romántico y el capitalismo. Qué hipócrita, pensaran. Yo no me puedo salir del sistema de una manera ejemplar, radical y totalmente coherente , mis niños: me lo inyectaron por vía intravenosa desde el minuto uno de mi vida. A veces, lo más revolucionario que puedo hacer, es encontrar qué herramientas del sistema me sirven para resistir a él. Ver Sexo en Nueva York es un momento de relax, de respirar hondo, de descansar y luego, seguimos con la revolución con más energía. Ojalá tuviera la respuesta de la eterna pregunta: ¿cómo amar y ser feminista?
La primera vez que vi la serie pensaba: ¡ves! ¡los hombres están todo el santo día haciéndonos daño! Ahora, aunque una parte de mí sigue creyendo lo mismo —y creo que acierta—, pienso que las mujeres hemos adquirido un rol pasivo muy peligroso en nuestras formas de vivir los vínculos románticos. Vernos a nosotras como víctimas del entorno y de sus circunstancias —evidentemente las relaciones de maltrato y abusos quedan fuera de esta reflexión— anula nuestra agencia y nos despoja de toda capacidad de decisión. ¡Podemos elegir! No somos entes inmóviles, sin voluntad, que viven a la espera de que un señor venga a elegirlas para ser el objeto de su deseo y de su afecto.
Mientras tanto, estoy aquí sentada, en la costa lagunera, viendo parejas pasear de la mano. No paro de hacerme preguntas y las escribo en mi libretita de publicidad de Vogue: performance completa de Carrie Bradshaw. ¿Puedo ser libre cuando me enamoro? ¿Podré entregar de nuevo mi confianza a alguien?
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.