La nostalgia se aferra en el epicentro de muchos espíritus inquietos: es un viejo parásito que reaparece desde el pasado de forma intermitente. Como si se tratara de un nido de serpientes del que es preciso huir, los niños parten de Canarias auspiciados por la esperanza de hallar un futuro mejor. No sabemos cuántos de esos jóvenes que emprenden su camino lejos de sus casas regresarán a sembrar en las Islas lo que han recogido en el continente. Otros, en cambio, sin la suerte de los primeros, permanecen en el Archipiélago esperando que se les presente una oportunidad para triunfar aquí o en el extranjero.
Con estos pensamientos vagos he decidido comenzar este manifiesto. De manera atropellada y caprichosa, comienzo a teclear el principio de una declaración de intenciones. En estos últimos meses, he arrastrado conmigo un mudo presentimiento: el potencial de uno se merma si dejamos la puerta de nuestras casas cerradas. Oriundo de un pueblo que en sí mismo era una frontera, he visto a amigos míos que han aprendido a salir fuera, lastrados por la culpa y la obligación. Solo esos son los que han conocido el éxito en la vertiente más discreta de su significado, aunque también la más dignificante.
Quizás ese querer y no poder mío es el que ha despertado la chispa de la nostalgia. No añoro, no se equivoquen, la huida desesperada. En su lugar, fragmentos de experiencias en otras latitudes me llevan a pensar que de donde yo vengo, nunca se aprende nada. Tal vez sea esa la razón por la que echo tanto de menos caras y ciudades que desconozco por completo. Son rostros que pertenecen a otro tiempo, lugares de un pasado reciente que cada vez se torna más romo.
Francia: utopía y refugio
Aunque ya había pasado el Siglo de Oro de las Letras españolas, la Residencia de Estudiantes de Madrid fue el lugar de reunión de múltiples autores que se situaban en las vanguardias europeas. Sin cabida aquí, muchos debieron partir al extranjero. En la mayoría de los casos, Francia se convirtió en un refugio de pintores y escritores que se labraron un nombre que perduraría en el tiempo, muchos de ellos bajo la bautizada como Generación del 27. Los Pirineos se transformaron de pronto en la frontera natural que, como custodiada por Caronte, significaba el regreso a la vida; esta siempre entendida como un remanso del que afloran virtudes artísticas para disfrute del intelecto. En medio del fuego cruzado de la Guerra Civil, la cultura acabó en la cuneta.
Sin embargo, no es necesario avanzar tanto en la cronología de aquella España errada y quebrada. Quien más me duele en el centro es el recuerdo ficticio de ese lugar de peregrinaje que tanta falta nos hace. Por eso enmendaré mi frase anterior por otra más acertada: Echo en falta caras y ciudades que perecieron en el pasado. Echo en falta unas cejas arqueadas dibujadas por la curiosidad, un destello de lucidez en unos ojos despiertos y un par de manos dispuestas a enseñar todo lo que conlleva aprender.
En vano quise construir mi propia Residencia de Estudiantes, pero las eses romas y sibilantes de Canarias nunca me dejaron. Por eso, la denuncia que aquí presento es una voz que pide a gritos cordura y ciencia y arte y letras y cine y humanidades y amor por la muerte y miedo por la vida. Busco a alguien que resbale entre la filantropía y la misantropía para poder montar una escuela de poemas y que la Residencia deje de ser museo para ser institución grabada en el pecho.
Echo en falta caras y ciudades que lleven grabados los nombres de otros rostros y lugares. Quiero que nadie se olvide de Lorca, Unamuno, Dalí, Alberti o Buñuel. Que aún ahogados en la vorágine de la posverdad y los neologismos digitales, no borremos de nuestros mapas la Colina de los Chopos, el París de Picasso y Las Palmas de Josefina de la Torre y Benito Pérez Galdós. Qué lugar santo para ateos y escépticos y antitaurinos y veganos. En un mundo posmoderno, una Residencia que no sea silencio amordazado. Allí podremos hablar de lo banal y lo pretendido para tratar de desmentirlo.
«Nuestra residencia será una brújula, una rosa de los vientos»
Solo la imagen de un techo bajo el que se reúnen las mentes disidentes de España, con sus espíritus inquietos y sus manos trabajadoras, hace temblar a cualquiera que se haya criado entre hojas de libros. Me imagino aquella Residencia como una depresión topográfica, hundida por debajo del resto por ser un punto que concentra todas las ideas de peso. Entre 1910 y 1936, fue el hogar de muchos estudiantes que luego se hicieron maestros. Cuando aprendo un nuevo detalle de mi España republicana, echo en falta un café que sea sinónimo de tertulia y no de foto de Instagram.
Quizás sí haya talento, pero la ausencia de una cuna no deja dormir a los sueños. No hay movimientos artísticos, no hay Nouvelle Vague, no encuentro a nadie en el Café Greco, se quemó el Bateau-Lavoir, no existe ya el Renacimiento italiano ni pintan los románticos sus cuadros de protesta. Por eso, nuestra Residencia será una brújula, una rosa de los vientos, una meta a la que aspirar. Tal vez allí surjan las ganas de nuevo, como la semilla que crece porque hunde sus raíces en la tierra: recuerda de dónde ha venido y por eso quiere saber adónde va.
Mientras tanto, busco mentes superlativas con almas flamígeras, capaces de propagar incendios incesantes, tatuadas por búhos silenciosos que no dejan espacio para la condescendencia. Un ágora vital y austral, donde no haya cabida para depauperantes creencias religiosas o místicas. Fruto de la amistad y la palabra, nacerá nuestra Residencia y todos nosotros seremos ella.
¿Quién querrá ser portador de la simiente?
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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.
Siempre tan ocurrente. Buen artículo