La enfermedad es inherente a la existencia humana. El dolor, en todas sus variantes, forma parte del proceso de caminar. La vida sucede en las intersecciones: ruido y silencio, cuerpo y alma, salud y enfermedad. No existe una sin la otra, tal vez podríamos incluso afirmar que existe la otra porque existe la una, o que la una y la otra son las dos mitades de un todo indisoluble que es, sencilla y completamente, latir. 

Músico y activista

James Rhodes es un pianista británico asentado en Madrid desde 2017. Se ha ido ganando el corazón de los tuiteros y los espacios en diversos medios de comunicación a fuerza de críticas a la clase política, música clásica y un férreo activismo para denunciar los abusos sexuales en la infancia —que ha quedado plasmado en la reciente aprobación de la Ley de Protección de la Infancia o Ley Rhodes—.

En 2014, con la editorial Blackie Books, publicó Instrumental: memorias de música, medicina y locura: una autobiografía narrada sobre sus piezas musicales favoritas con la compañía de los más grandes compositores de música clásica, en la que aborda las secuelas psíquicas de los abusos sexuales que sufrió siendo un niño. Rhodes y Bach forman una pareja de apasionado amor por la música y por la vida. Decía Emil Cioran que, «si alguien le debe todo a Bach es, sin duda, Dios»; y digo yo que Rhodes se habrá unido también a la lista de deudas del dios del escritor rumano. 

Suspenso en salud mental

La salud mental es esa asignatura que se enquistó y nos queda para septiembre año sí y año también. El sufrimiento psíquico ha ido siempre de la mano de la culpa y del estigma: los problemas de salud mental han sido un castigo durante muchos siglos y las personas, peligrosas y responsables de su padecer. Ahora, por fin, parece que estamos empezando a romper este matrimonio tan mal avenido entre la enfermedad mental y la culpa. No fue hasta el siglo XIX cuando surgió el concepto de «enfermedad mental» y la medicina incluyó el estudio de la psiquiatría.

Sin embargo, hasta una fecha vergonzosamente reciente se pretendía «restituir la razón» con prácticas atroces, como lobotomías o electroshock. En este contexto, en el que psicología y psiquiatría se han ido hermanando para devolvernos a una cordura a veces patológica y capitalista, han ido surgiendo voces firmes y fieras que se aúnan en lo que hoy conocemos como antipsiquiatría. La crítica de este movimiento contracultural y multidisciplinar va desde el cuestionamiento a ciertas prácticas y enfoques hasta el rechazo completo al modelo de la psiquiatría tradicional: fundamentalmente, se opone a la medicalización de problemas que, en realidad, son de índole social. 

La música: un absoluto efímero

En medio de este maremágnum de dolor y resiliencia, de neurotransmisores y crisis social, el arte se erige como esa columna que sostiene todos los sentires anclada con firmeza en toda la magnitud de la vida, y también de la muerte. Dijo Cioran en una entrevista  al ser preguntado sobre la música que: «es el único arte que confiere un sentido a la palabra absoluto. Es el absoluto vivido, si bien por mediación de una gran ilusión, ya que se disipa en cuanto se restablece el silencio. Es un absoluto efímero, una paradoja, en una palabra».

James Rhodes afirma rotundamente que la música le salvó la vida y, leyendo el capítulo dedicado a Chaconne de Bach y Busoni, cabe pensar que Rhodes no ha sido el único. Dijo Brahms sobre esta pieza: «si me hubiera imaginado capaz de crear, imaginar esta pieza, estoy segurísimo de que los excesos de la emoción, de esa experiencia trascendental, me habrían hecho perder la razón».

Hemos construido una sociedad en la que sentimos que se castiga un exceso de emocionalidad, tememos ser «demasiado» intensos o profundos, y es en este contexto en el que la música supone un resquicio de libertad: un pequeño oasis de visceralidad al que evadirnos dónde sentir la vida plenamente. Dice James Rhodes que la música puede llevar luz a sitios a los que nada más llega. En este sentido, Schumann nos dijo que «mandar luz a la oscuridad del corazón de los hombres: ese es el deber del artista».

Escuchar lo inimaginable

Dicen, desde la antropología, que el rastro inequívoco de una sociedad «civilizada» es la cicatriz de un hueso roto al repararse. La percepción de la enfermedad y de su cura oscila de una cultura a otra, sin embargo, nunca puede plantearse una visión de estos conceptos meramente sociológica o únicamente fisiológica: ambas vertientes de la salud y la patología convergen en la realidad del cuerpo que sufre.

Instrumental se inicia con una cita de Phil Klay, veterano del cuerpo de marines de los Estados Unidos: «no supone una muestra de respeto decirle a alguien: “no puedo ni imaginarme por lo que has pasado”. Hay que escuchar la historia de estas personas y tratar de imaginar lo que es vivirla, por difícil o incómodo que resulte». Esto es sin duda lo que ha supuesto este libro, es un espacio en el que James Rhodes se ha sentado, con toda la paciencia y la valentía posible, a contarnos su realidad. 

La enfermedad, psíquica y somática, nos recuerda nuestra naturaleza efímera y mortal. Nos habla, a través del cuerpo, de nuestra vulnerabilidad frente a una existencia con frecuencia ardua e insoportablemente leve. El dolor no es raro ni especial: lo único verdaderamente excepcional, lo único que en realidad existe y lo único que nos garantiza que el arte seguirá aquí mañana, es la vida.

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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