El viento soplaba con fuerza. Los ojos claros de Carmen recorrían indecisos, trémulos, el rostro moreno árabe y piadoso de María que asentía y pronunciaba la palabra «venga» cada vez que las olas embestían los afilados salientes de roca que asomaban sobre el mar. El rugir solitario de las olas al pisar tierra, el monótono estallido contra un cielo gris matinal e indiferente de un día cualquiera de otoño. Los descoloridos labios de Carmen, ateridos y temblorosos, se despegaban con miedo, con forzada paciencia, con la saliva incrustada y viscosa como diminutas sanguijuelas atrapadas en las comisuras.  

Carmen apartó bruscamente los ojos de María, escrutó allí donde el mar y el cielo coinciden, y entonces un ruido áspero, como de sierra y lágrimas, salió agónico y ciego de su boca. Luego el viento volvió a soplar y a silbar con fuerza. El grito cesó. Los labios volvieron a acallarse y María aquietó el agitado cuerpo de Carmen entre sus brazos. «Dije que te sentaría bien, ¿o no?», le dijo María al oído. A los pocos días ella me contó esta historia y resultó inevitable pensar en los silencios y en los gritos que llenan las películas de Ingmar Bergman. Como la vida se parece a veces al cine o, más bien, como el cine a veces se parece a la vida.

El espejo del cine

No exagero al afirmar que el cineasta sueco cambió mi vida. Gracias a un azaroso e impactante visionado de Persona (Ingmar Bergman, 1966) descubrí que el cine puede abordar los problemas fundamentales de la existencia humana. ¿Para qué vivir?, ¿qué es justo y qué es injusto?, ¿se puede soñar y edificar otros mundos posibles?, ¿todo es vanidad?, ¿qué es eso de la libertad?, ¿qué es el ser humano?… A partir de Persona fui colándome en otras inolvidables películas como La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928) o M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931). A día de hoy creo que en ellas uno puede reconocerse como en un espejo.

Debo admitir que este solitario e interminable periplo a través del cine también me ha descubierto a directores como Andréi Tarkovski, Robert Bresson o Krzysztof Kieslowski. Autores que reflexionaron a través de imágenes sobre la grave decadencia moral y espiritual de la cultura occidental. Cada vez más ahogada en un insípido y temerario nihilismo.

Testimonio de una caída

Algunas películas de estos cineastas son testimonio (entre tantas otras cosas) de las consecuencias del narcicismo, del egocentrismo, de la necrofilia, del tener frente al ser, de la concepción de la vida en abstracto, de la enajenación, de la pobreza, de la cosificación de la naturaleza o de la ausencia de memoria colectiva. Circunstancias que poco a poco nos van destrozando.

Pero quisiera advertir que este texto no será una enumeración de los problemas que asolan nuestro tiempo, ni un grito desesperado a la espera de que un lector imagine en su silencio insomne y nocturno un mundo más justo. Para contemplar y avergonzarnos de la crudeza de los males de nuestro tiempo ya existe la película El diablo probablemente (Robert Bresson, 1977) o la ventana que tengas más cerca. Voy a evitar ojear qué ocurre afuera y procuraré concentrarme en narrar esta historia.

Un sueño de Ingmar Bergman

Aquí prefiero hablar de un lujoso salón de paredes y suelos tapizados de rojo ocupado por tres mujeres que un día soñó Ingmar Bergman y que después le inspiraría el argumento de Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972). El título de esta película ya anticipa con notable exactitud lo que sucede entre dos hermanas aristócratas que deben cuidar de su otra hermana enferma, Agnes, junto con la ayuda de una sirvienta, Ana. Entre ellas solo caben los gritos, los susurros, el frío rumor del viento y alguna torpe caricia. Las palabras parecen insignificantes, sonidos insustanciales, como si el diálogo entre dos fuera una imposibilidad y la única expresión posible del lenguaje fuera el soliloquio.

La soledad y una especie de mudo e intermitente murmullo endurecen y arrugan los rostros de cada personaje. El silencio no llega a la habitación roja y en la noche se oye la afligida y cortada voz de Agnes pronunciando el nombre de Ana mientras permanece rígida sobre la cama. Y entonces Bergman me sorprende otra vez y la sirvienta, Ana, desabotona despacio su blusa blanca y entrega sus pechos a los labios siempre sedientos y duros de la mujer sin sueño.

Agnes cierra los ojos, aliviada, y posa su mano sobe la cálida piel de Ana y nota el pálpito de su corazón y le dice lo bien que se porta con ella, como si no mereciera ese último gesto de amor. Después la imagen se funde en color rojo. Y más tarde llegan el grito, la muerte, el lamento, el pésame y el olvido.  

La habitación roja que habitamos

Resultó inevitable acordarme de la habitación roja de Bergman, y en concreto de la desgarradora escena que acabo de describir, al oír la historia de Carmen. A veces me parece que lo que clama el grito ronco hacia las alturas del cielo es lo mismo que desea el suspiro al desprenderse de los labios y caer resignado sobre el polvo de la tierra. Es decir, solicita la piedad.

A estas alturas de la narración dejo de escribir y pienso en concluir el texto con la palabra piedad. Con el propósito de dotarla de un aire crucial y decisivo, como si fuera el único sentimiento que dota de sentido a este relato. Entonces, decido asomarme a la ventana y veo a hombres y mujeres andar cabizbajos, solitarios, encorvados, arrastrando con pereza los pies y con los ojos hundiéndose en el negro asfalto.

Algunos van acompañados, pero apenas intercambian miradas y mucho menos palabras. Y otros deslizan el dedo sobre el móvil, sonríen, o se esfuerzan por mantener el busto erguido o un absurdo peinado impoluto frente a una racha de viento. Y luego unos niños que bailan y murmuran pedazos de canciones pop o reggaeton, con los ojos brillantes y henchidos de una tibia ilusión.

El susurro

Imagino un mudo cavilar cargado de maldiciones, exaltaciones, terrores, obscenidades o ardientes secretos de amor que ronronea bajos los labios sellados de ese viejo o de esa estirada madre que pasa bajo la ventana; como si todos fueran personajes atrapados en un guion de Bergman.

Imagino a una mujer enferma postrada en una cama, ubicada en el centro de una habitación roja, y que pronuncia casi sin aliento un nombre mientras estira las manos vacías y flacas hacia una puerta cerrada. Imagino a una mujer que le ofrece su cuerpo desnudo y la salva. Imagino el grito de Carmen frente al mar y el mar tiñéndose de rojo. Imagino que hay un nombre oculto y que suena y corre monótono bajo el lapidario silencio de esa cara y de esa otra cara y de esa…

Ana, Ana, Ana…, José, Marta, Alberto, Laura, Roberto, Cristian, Pedro, Silvia, David, Julia, Alicia, Carla, Alfredo, Paz, Corazón, Mi Cielo, Enano, Gigante, Papá, Tito, Pícaro, Ratoncito, Mamá, Mamá…

Y el mar es rojo y María abraza a Carmen.

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Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".


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