Llueve. He de admitir que ya lo esperábamos, pero uno siempre tiene la esperanza de que no se cumpla el pronóstico. Ayer llegamos a Córdoba, con la intención de pasar el fin de semana para desconectar tras los exámenes. Me revuelvo en las sábanas y, todavía dormido, intento abrir las cortinas. Entra luz, no tanta porque el cielo está completamente cubierto. Sin gafas, esbozo el patio tradicional cordobés del humilde hostal en el que nos quedamos. «Se ve y se disfruta mejor desde la cama, ¿no?», pienso aunque sé de antemano que la respuesta es positiva. Para el viernes teníamos mucho que ver, pero levantarnos a las siete y media de la mañana era un poco exagerado si no fuese porque una hora más tarde, la visita a la Mezquita era gratuita (¡que somos estudiantes, oiga!). O porque ponernos en marcha cuesta más que levantar una ciudad.

Algo más tarde de lo previsto, llegamos a la Mezquita que, para mi sorpresa, de mezquita tiene poco. La arquitectura exterior y parte de la interior, pues en el centro se sitúa una catedral cristiana (sí, señor, como quien no quiere la cosa) y los retablos que la rodean poseen santos de la religión católica en su interior. Una voz por la megafonía afirma: «Recuerden ustedes que están en un templo cristiano». No, si encima habrá que darle las gracias por no derribar y hacer añicos la construcción musulmana original.

Caminar sin descanso

La lluvia no cesa al salir del recinto, aunque ya es un sereno, pero eso no impide que desayunemos como merecemos después del madrugón. Una tosta con aguacate y tomate calma el hambre matutina (y lo hará en los días siguientes; abuelo, recuerda enviarme más aguacates a Madrid). Las pilas tenían que estar cargadas, pues había que recorrer Córdoba a pie durante todo el día.

Los viajes de estudiantes siempre son una aventura, pero lo de mi grupo de amigas necesita de una categoría aparte. Quién iba a decir que a la que más le cuesta levantarse, la que te dice un «bonjour» en un chapurreado francés mientras se da la vuelta para seguir durmiendo cuando vas a despertarla, es la que después te echa en cara que quieras un descanso tras dos horas sin parar de caminar («¿ni cinco minutitos, Iria?»). Así es.

puente romano de córdoba
Solo el último día, Córdoba quiso tener algún rayo de sol. Foto: Mario Yanes

Pero Córdoba amanece otro día encapotada y el ruido de las gotas en las macetas vuelve a ser la banda sonora de nuestro despertar. Afortunadamente, cuando llega la hora a la que teníamos programado un tour no llueve, pero el suelo enchinado resbala. Nos lo advierte Rafael, nuestro guía («a véh çi ô vâi a rompéh un codo como yo»), al que hay que reconocerle su capacidad de hacer ameno y divertido una ruta de más de dos horas. Es él quien remarca que los patios tradicionales de la ciudad no lo son por tener más o menos macetas, flores de este tipo o de este otro, sino por su esencia, de lugar cuidado durante el año, por lo inmaterial del mismo.

La esencia recogida en los patios

Hay cientos de patios en la ciudad, muchos de ellos accesibles para verlos desde el exterior, pero el Palacio de Viana concentra doce patios espectaculares, todos distintos en vegetación y diseño pero que concentran la esencia sobre la que insistía Rafael. Una gozada para la vista para cualquiera, excepto que seas Irene. Entonces aquello te parecerá el paraíso, pues como buena señora mayor que es (para qué engañarnos, todas lo somos en el fondo) tiene una pasión por las flores y por el resto de plantas irrefrenable.

Córdoba no son solo patios. Posee doce iglesias fernandinas, mandadas a construir por Fernando II tras la Reconquista, que deslumbran, algunas, por su fachada exterior, otras, por su estilo y grandeza interior. También, la sinagoga de la ciudad, semiescondida en la Judería, alberga restos del templo que fue en su momento, del que se conservan hasta fragmentos de las inscripciones en hebreo que recorrían el edificio.

Después de semejante tute, uno debería querer irse pronto a descansar, parar un rato o irte algo pronto a dormir, pero se supone que somos jóvenes. Digo se supone porque ya advertí antes que éramos un poco señores y señoras mayores. Pero siempre hace falta alguien que lleve la iniciativa o que sugiera el descanso. O mejor si son dos a la vez. Siendo conscientes de eso, un cruce silencioso de miradas con Manuela ya bastaba para saber que necesitábamos una siesta o irnos pronto a dormir.

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Córdoba siempre amaneció con el suelo enchinado lleno de charcos. Foto: Mario Yanes

La lluvia quiso ser la protagonista de la película, robarle a Córdoba el papel y marcarnos a nosotras el guion. Pero nadie le dejó. Ni Córdoba, que mantuvo el encanto (incluso le daba más) y no permitió que calase el agua. Ni nosotras, que por fin encontrábamos un paréntesis de la vida académica que aprieta y que ignoramos las gotas que caían, para que lo que empapara de verdad fuera compartir espacios, charlar en profundidad sin límite de tiempo, descubrir otra ciudad española y entender que los viajes de estudiantes, con amigas y amigos, mochila en ristre y botas preparadas, por muy cortos que sean, son nuestro mejor paraguas.

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Estudio Ciencias Políticas y Sociología en la UC3M y combino mi pasión por los fenómenos políticos y sociales con la cultura, elementos indisociables de una misma y compleja realidad. Desde pequeño me ha encantado escribir y lo utilizo como manera de evasión y difusión.


Un comentario en «La lluvia no empapa Córdoba»

  1. Sr. Yanes, no deja de sorprenderme los interesantes giros temáticos y estilísticos que está dando a sus artículos. El relato íntimo de su fin de semana en Córdoba, con la colla de amigas «aseñoradas», se abre como un abanico de poderosas imágenes en mi imaginación. Le felicito por explorar ese sendero narrativo. Agradezco ese paseo estudiantil por la ciudad andaluza… Y que la lluvia sacie la sed de todos los propósitos oportunos.

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