一Quién sabe 一dijo la Maga一. A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.

Che, esto es pura metafísica. Existencialismo romántico, si quieres llamarlo. La gente habla sola por las calles. Una ancianita parece regañar a su perro en el cruce de la rue Victor Hugo, pero en realidad solo vocifera «Llueve en silencio, que esta lluvia es muda y no hace ruido sino con sosiego». A veces yo también me sorprendo en medio de un somniloquio callejero. Atravieso Faubourg Montmélian con las prisas del que no tiene nada que hacer en su destino, la cara iluminada, el rostro apagado. Este móvil sin móvil me tiene hasta los huevos. Y cuando estoy en casa solo fingiendo que estoy un poco menos solo, prefiero el monólogo ausente: puños y rayos láser, tebeos mutantes y triángulos terriblemente isósceles. De cualquier otra forma, solo me queda el triste remedio de repetir todo una, dos, tres veces. Y quién quiere escuchar tres veces puedo escribir los versos, puedo escribir, puedo escribir los versos más, que puedo escribir, que escribo los versos más tristes esta noche. Nadie. Aunque tampoco nadie quiere escribir ya.

Como un verso de Carson McCullers

El Parc des Ducs es mi parque favorito. Me gusta casi tanto como a los yonkis. Pero hoy no me apetece jugar solo a la rayuela entre jeringas y petirrojos. Por eso camino hasta el Palais de Justice, ignoro la cita de Rousseau dibujada en la pared, saludo de lejos a la Gaya Ciencia y me siento, solo, junto a la fontaine del parque Verney. Sigo la tabla de dirección como si fuera un adepto de la religión de Cortázar, pero en realidad solo encuentro un batiburrillo de referencias culturales, de filosofía oriental, de un montón de música que suena tras el aleteo de las páginas. Y en medio de ese caos, de esa ausencia de dogma, la lucidez poética. Ni siquiera me importa saber el final. El viaje ya me parece fascinante.

Aquí también hay gente que habla sin remedio. Un árabe que se sienta, solo, en el banco de al lado. Parece enfadado. A lo mejor discute, como yo, consigo mismo, aunque un poco más alto. O con algún fantasma. De vez en cuando, a mí también me carcome lo pasado: piensen que no era más que un chico tonto con el único deseo de no encontrar ni una sola parra en su destino. Y no es desprecio al vino, no, sino terror a los augurios. Por suerte, solo habían sembrado millo. La Leysse apenas lleva agua en esta época del año, pero si se captura en una foto ocurre lo mismo que con la verborrea ininteligible del musulmán, se convierte en un poema que bien podría decir «When we are lost, what image tells? (…) All unrelated and with the air between».

La contranovela o la novela ‘collage’

Y en medio de esos abismos (eses atlánticas, de suspiros y agujeros de basalto), Oliveira llega al refugio de la Maga, al abrazo del mate amargo, y Gauloises. En la antinovela se forja la novela, que a su vez se vuelve contranovela: en la pata coja reside el tejo. Estornudo. El hombre árabe se va. Ya no habla. Quizás vuelva a casa, como Oliveira. Quizás Rayuela también descanse en su estantería o aún coja polvo en algún suburbio de la ciudad de los elefantes. Si es así, no ha vivido. 

A los ojos de Cortázar, la escritura era un juego, y con Rayuela consigue la desesperante victoria de aturdir al lector, marearlo con figuras, con notas a pie de página, con fragmentos intraducibles, capítulos inconexos, collages de figuras surrealistas. Al final, si no fuera porque entendemos que no es Horacio Oliveira el protagonista sino el propio lector, acabaríamos por cogerle asco a tanto vacile argentino. Pero como en la ausencia está la esencia, en su huida del arte, Julio Cortázar compone un manifiesto sobre el significado de escribir: la prosa que moja su falda en el borde del mar. (Y que aplica, en opinión del que firma, para la escritura en su máxima expresión; sin frontera entre periodismo y literatura). La libertad que rezuma, en exposición y fondo, se articula en un continuo saltar de capítulos, cientos de palabras inventadas sin glosario, frases intercaladas en forma de cremallera…

Instrucciones para hacer el amor

Para hacer el amor en glíglico, es necesario recorrer el borde de los occioplatos hasta llegar a la panaleta. Suave, afilada. Y luego seguir subiendo, el roce de la hermadermis con la lengua, a punto casi el occido: estalla el graní en la boca. Y ya a oscuras, al ritmo de dos pulusaciones acompasadas, el trueno rasga cupidistante la sábana. Y es casi inevitable que, de forma analéxica, lo eterno sea ahora lo breve. Por eso no hay que olvidarse de acariciar la omenosis para terminar soltando suspiros herrantemente excipitantes. Cuando la panaleta está abierta, es recomendable brugir el rotacarpio en círculos, sin llegar a cerrar del todo la circunvalación paralela al ombligo. Si él está verdaderamente debrajado, es conveniente proceder a estimular el apineo. Y después, para terminar, lo que la imaginación pida. 

Que la rayuela no era solo un juego

Y ahora me vendrán con el cuento. Que hace rato que no se entienden mis poemas. Y responderé que sí, que es cierto, que no solemos entender lo que ya no queremos. Necesitamos períodos de nada para sentir que formamos parte del todo. Claro que eso es solo filosofía barata que quizás habré leído en algún manual de barrio, evocaciones de un reflejo que pudo ser tatuado sobre un ángel cualquiera del Parc des Ducs. Y en ese estado de desprecio y putrefacción, donde la belleza nace del vacío y del desorden, surge el hábito pernicioso de combinar lo cierto con lo inútil: la literatura, en fin.

En el mundo real (en el que yo estoy encerrado en los cuatrocientos de la Rue de la République, puerta 210, y no jugueteando entre la flora alpina), es muy probable que el lector solo espere de mí una triste explicación. Pero, sinceramente, me importa un graní su panaleta. La gente seguirá hablando sola.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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