Era la fila 34, la penúltima del Auditorio Adán Martín. Mis padres habían comprado las entradas a última hora, y a pesar de que a mí no me gustaba Pedro Guerra, también habían decidido llevarme al concierto de la gira de su último disco de aquel entonces, Vidas. «No sé para qué», pensaba yo. En esa época, yo, un mequetrefe de 9 años, ya era un apasionado de la música, pero pasaba de cualquier cosa que no saliera en Los 40 Principales. Además, eso de cantautor me sonaba un poco a friki. ¡Vaya con el niño! Supongo que la etapa de rebelde musical me llegó antes de tiempo.

Recuerdo sorprenderme al ver al batería tocando con plumillas en vez de baquetas (en ese momento, yo tocaba la batería y nunca había visto a alguien tocando así), pero también recuerdo sorprenderme al ver a Guerra descalzo sobre el escenario. «Sí que son frikis estos cantautores». Al ritmo de las canciones, pasó el concierto, tatareando algunas melodías que me sabía de haberlas escuchado en el coche cuando iba y venía del colegio.

También me acuerdo imaginándome eso de que se desbordaban los ríos, de «cuando Pedro llegó», o de las tantas cosas que el cantautor de Güímar quería saber, mientras el pescador tensaba el hilo de pescar.

Cantautores de la calle Libertad

Crecí, como Lara, debatiendo conmigo mismo y explorando. Amplié fronteras musicales y, desde hace algunos años, descubrí la canción de autor. Empecé con Marwan, pero desde ese entonces se ha sucedido uno detrás de otro: Andrés Suárez, Rozalén, Ismael Serrano, Luis Ramiro… Curiosamente, a pesar de que eran muchas las referencias entre estos cantautores mencionados (y sumado a que Pedro Guerra siempre ha sido un referente en mi familia), no escuchaba al tinerfeño emigrado en Madrid.

Sin embargo, ese momento llegó hace meses. Empecé por su directo en el «número 8 de la calle Libertad», como diría el gran Jorge Drexler. Me picó la curiosidad, y busqué, intentando recordar las fechas, el disco a cuyo concierto había ido. Y fue una máquina del tiempo que me transportó una década atrás. Pero también algunas más, al momento en el que Golosinas vio la luz. Desde ese momento, me recorrí de arriba a abajo (mejor así que al revés, que ya saben que «la lluvia nunca vuelve hacia arriba») la discografía de Pedro Guerra. Quién se lo diría a aquel chavalín de 9 años.

Como sabrán, Guerra remasterizó el álbum que lo lanzó a la primera plana del panorama musical español, y se embarcó en la gira #Golosinas2018. Con los últimos coletazos de esta en 2019, anuncia un concierto en Torrelodones, de los últimos de este viaje. A pesar de la distancia y el recorrido que me separan de dicha ciudad, decido comprar mi entrada (sí, no se sorprendan: ir solo a los conciertos es algo que hago a veces) para acudir, diez años más tarde, a un concierto del cantautor. Curiosamente, puedo ir la noche de ese viernes 12 de abril por un cambio en el vuelo que me llevaría de vuelta a mi tierra, a Tenerife.

Un viaje emocional

Lo que yo no sabía es que Pedro Guerra me llevaría, sin avión, pero con pentagramas, de vuelta a Tenerife. Al cabo de pocas canciones, llegó el turno para «Dos mil recuerdos». Una canción inspirada en El Puertito de Güímar, una pequeña zona junto al mar de la isla. El cantautor contó pequeñas píldoras de su infancia y su juventud y yo, con el orgullo de ser tinerfeño, y conocer y saber perfectamente de lo que hablaba Guerra, sentí un nudo en la garganta. Contó como esas letras las escribió como emigrante de las islas que se dirigió a la capital del país como, por diferentes motivos, tuve que hacer yo.

En ese momento sentí una conexión tremenda. Me vi flanqueado por mis padres en aquella fila 34, pero también en el calor de mi casa. No pude contener alguna lágrima que emanó desde lo más profundo. A veces, uno no se da cuenta de lo lejos que está de sus raíces hasta que te disparan justo al centro de las mismas. Y cada cuerda que tocaba Guerra era una flecha que me alcanzaba.

Y en la distancia, una foto en el pasillo

Escribo esto al día siguiente del concierto desde el avión que me lleva de vuelta a Tenerife, curiosamente sentado en la fila 34. Sigo con nudos en la garganta mientras intento hilar algunas letras, intentando, con ellas, rememorar una noche con sabor a casa estando a dos mil kilómetros. En breves instantes, atravesaré la puerta de la terminal y me reencontraré con mis padres. Quizás Pedro Guerra esté observando, desde la lejanía, al compás de «Dos mil recuerdos», cómo Madrid no está tan lejos de las islas.

El Teide y la costa norte de Tenerife desde el aire, la tierra de Pedro Guerra.
El Teide y la costa norte de Tenerife desde el aire. Foto: Mario Yanes

Cuando termino de apuntar estas últimas líneas, acaba de sonar el aviso por la megafonía del avión de que estamos iniciando el descenso. Me apresuro a ponerle punto y final a este texto y guardarlo, antes de que el personal de cabina me obligue a retirar el ordenador.

Se despliega el tren de aterrizaje, vislumbramos la costa y dejamos atrás las nubes.

No sé cómo va a ser el reencuentro, después de estas emociones escritas a diez mil metros de altura. Lo que sí tengo claro es que nunca había estado tan cerca de mis padres que con las melodías de Pedro Guerra.

Y así fue el viaje en el que me reencontré con mi yo del pasado, aquel inquieto niño sentado en la fila 34.

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Estudio Ciencias Políticas y Sociología en la UC3M y combino mi pasión por los fenómenos políticos y sociales con la cultura, elementos indisociables de una misma y compleja realidad. Desde pequeño me ha encantado escribir y lo utilizo como manera de evasión y difusión.


Un comentario en «Fila 34 para Pedro Guerra»

  1. Súper!
    Es un placer leerte.
    Me solidarizo con lo de Pedro Guerra , pertenece a mi tierra sureña, y comparto las emociones sentidas.
    La vida es una sorpresa …

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